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A pesar del Presidente

Por: Gonzalo Núñez Erices | Publicado: 27.04.2021
A pesar del Presidente | Agencia Uno
La soledad de Sebastián Piñera es la soledad de la política institucional: un Presidente que, parafraseando a la novela de García Márquez, no tiene quien le escriba porque todos a su alrededor saben que su caída los arrastra junto con él. Un agujero negro que traga hasta su desintegración atómica cualquier atisbo de luz que se encuentre en su radio cercano. Si un Presidente tiene que ser destituido o no de su cargo es algo que no debiese ser sólo una decisión de una clase política que únicamente busca sobrevivir un arrastre hacia una debacle inminente, sino a través de un mecanismo democrático de deliberación popular. Mientras tanto, la dignidad de Chile resiste a pesar de la pandemia y, sobre todo, a pesar del Presidente.

La dignidad es un repositorio de humanidad que resiste a extinguirse a pesar de la pandemia. La convicción de que la dignidad es una condición intrínseca e inalienable de toda persona por su sola pertenencia al género humano es algo que, desde la filosofía moral kantiana en adelante, por allá en el siglo XVIII, define construcción moderna de las democracias occidentales. Ser portador de dignidad significa, en este sentido, que la vida de toda persona posee un valor por sí misma y que, por consiguiente, nada ni nadie puede transformar esa vida en un medio u objeto de uso para propósitos egoístas.

No es un simple capricho histórico el hecho de que el estallido del 18 de octubre ha revitalizado la palabra ‘dignidad’. Desde la vuelta a la democracia hasta nuestros días, la sociedad chilena ha comprendido el significado de esa palabra solamente en su sentido meritorio de ‘ser digno de algo’ en una dimensión exclusivamente de reconocimiento económico. Bajo esta lógica, tu posición en la sociedad, el éxito o el fracaso, es un reflejo de la magnitud del esfuerzo que has llevado a cabo; dicho de un modo más simple: cada persona, al final, tiene la vida que se merece. Así, la élite económica de Chile (particularmente santiaguina) se ha intentado autoconvencer de que su éxito financiero es fruto de un mérito intelectual y una destreza para generar riqueza, mientras que la clase media y los sectores más empobrecidos confían en que sólo el esfuerzo personal entrega un valor adicional de orgullo a sus logros como la única manera para poder ‘surgir en la vida’.

La resignificación de la dignidad con el estallido social es, sin embargo, un despertar del sueño dogmático (en jerga kantiana) de la llamada ‘meritocracia’ para apreciarla, de este modo, en su forma puramente ideológica como un determinado modelo y diseño racional de sociedad basado en la competencia, la acumulación, el exitismo y la autoflagelación frente al fracaso. Ante estos nuevos ojos, la élite económica, por una parte, lejos de representar la ostentación de una condición intelectual, no es en realidad meritoria de su poder económico y político, sino que es meramente la administradora y especuladora de privilegios heredados históricamente bajo la custodia celosa y permanente de las armas del ejército y las fuerzas de represión. Por otro lado, el resto de Chile, la gran mayoría, comienza a ser cada vez más consciente de la existencia y exigencia de derechos sociales que buscan garantizar el trato digno que toda persona merece, no por su esfuerzo individual medible en sus logros y fracasos, sino simplemente porque ser persona tiene un valor por sí mismo sin importar las circunstancias particulares o avatares del destino.

Sin embargo, cuando hablamos de la dignidad de las personas (no en su sentido meritocrático) queremos en realidad significar el reconocimiento a una forma de ser. Hay aquí una tautología que reclama su derecho a expresar sentido: la vida de cualquier persona es digna porque la dignidad misma está incluida en la idea de ser persona. El hecho de que una persona reciba un trato indigno se debe a que los otros, una institución o el Estado no le han reconocido su condición de persona. Sólo entonces es posible hacer con un ser humano literalmente cualquier cosa, ya que todo, radicalmente todo, está permitido. Una persona queda reducida a una carne capaz de padecer todo el dolor del mundo, a un engranaje que sostiene una cadena productiva, a un stock o insumo para ser reemplazado por si presenta una falla, o a un índice para la medición del consumo. Aunque la dignidad no es algo que se pierda porque ser persona es ya poseerla, su reconocimiento sí depende del otro y, por consiguiente, es un fenómeno fundamentalmente social y político.

El reconocimiento de derechos sociales garantizados es una forma política y jurídica de reconocer dignidad en las personas: el derecho a un trabajo justamente remunerado, a una educación y una salud pública, gratuita y de calidad, a una vivienda cómoda y segura, al esparcimiento en áreas verdes, a una justicia imparcial, a expresarse libremente, o a una pensión mínima de calidad, entre otros. En definitiva, vivir con dignidad es garantizar universalmente las condiciones necesarias y suficientes para una buena vida. La dignidad no es, por lo tanto, algo que se agota en la cuantificación y el cálculo; no podemos medirla, graficarla, modelarla en un conjunto de estadísticas, ni tabularla en una planilla de datos. La búsqueda de una buena vida es un asunto político y requiere, por ende, de la voluntad y fraternidad de las decisiones y acuerdos sociales.

El Chile que se ha construido en los últimos 30 años ha estado vaciado de dignidad con una democracia que nunca logró ni se propuso exorcizar su espíritu dictatorial. Junto con un discurso aprendido por toda la clase política que viste de éxito un modelo neoliberal que acumula riqueza en pocos a costa de la precarización de muchos. Así, mientras la revuelta social ha revitalizado una demanda por una vida digna, el manejo de la pandemia a cargo del gobierno de Sebastián Piñera no ha hecho más que socavar ese reclamo. Su política de focalización de ayuda económica frente a una pandemia que azota a uno de los países más desiguales del mundo ha denostado la dignidad de quienes sufren sus consecuencias. Bonos que juegan con la esperanza y la decepción de las personas que mendigan por caridad y que, finalmente, se ven obligadas a violar cuarentenas para poder sobrevivir. Un gobierno que arrastra a los trabajadores a financiar la crisis con sus propios fondos previsionales capturados por un sistema que lucra con el sacrificio y el esfuerzo de una vida entera. Y, no obstante, se intentó tratar declarar como inconstitucional lo que es el resultado de la incapacidad política de un presidente de empatizar con el dolor y los temores de un país que lo ha elegido ya en dos ocasiones sin pensar, finalmente, que un hombre que mira la vida como un negocio, mira la dignidad humana como una adquisición económica para ser transada en el mercado.

Sebastián Piñera es la figura de un Presidente gerencial que destaca por la eficiencia empresarial: un rápido gestor de camas críticas y un audaz negociador de vacunas. Ambos pilares de una cuestionada estrategia sanitaria que busca en la población un contagio de rebaño que ya ha costado varias vidas. Sin embargo, el Presidente está lejos de ser un líder político con la empatía suficiente y la capacidad de encontrar acuerdos que puedan priorizar la dignidad de las personas y enfrentar, de esta manera, la crisis sanitaria, social e institucional por la cual transita el país. No obstante, las ideas de un gobierno disociado con la realidad y un Presidente disminuido en sus facultades mentales o emocionales para seguir liderando el país ocultan, detrás de un pseudo diagnóstico psiquiátrico, el hecho de que Sebastián Piñera es el síntoma, que en ocasiones es confundible con la enfermedad, de una crisis global de la política. Una actividad que ―-con matices más, matices menos― ha sido reducida a su mínima expresión y capturada por una racionalidad económica y tecnocrática donde la dignidad naufraga sin rumbo.

La soledad de Sebastián Piñera es la soledad de la política institucional: un Presidente que, parafraseando a la novela de García Márquez, no tiene quien le escriba porque todos a su alrededor saben, con aún más claridad sus aliados ideológicos, que su caída los arrastra junto con él. Un agujero negro que traga hasta su desintegración atómica cualquier atisbo de luz que se encuentre en su radio cercano. Si un Presidente tiene que ser destituido o no de su cargo es algo que, a mi juicio, no debiese ser sólo una decisión de una clase política que únicamente busca sobrevivir un arrastre hacia una debacle inminente, sino a través de un mecanismo democrático de deliberación popular. Mientras tanto, la dignidad de Chile resiste a pesar de la pandemia y, sobre todo, a pesar del Presidente.

Gonzalo Núñez Erices
Académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule, Talca.