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Opinión

El burro hablando de orejas

Por: Jaime Collyer | Publicado: 07.06.2021
El burro hablando de orejas |
Hay otra clase de argumento de autoridad que se sugiere por estos días, y es el que pasa por la exigencia escandalizada de pureza democrática a las figuras progresistas y de izquierda que hoy parecen aglutinar en torno suyo buena porción de las simpatías electorales de la población. Como suele ocurrir en tales casos, quienes rasgan vestiduras exigiendo credenciales democráticas son los mismos que legitimaron sin asco las atrocidades cometidas por los peores criminales de la historia de Chile al amparo del Estado. Es como el burro hablando de orejas: los antiguos abanderados del autoritarismo militar, y algunos de sus compañeros de viaje posteriores, se muestran ahora preocupados y vocean cuando pueden sus nuevas prevenciones.

Con la dictadura pinochetista, las aguas del país se dividieron de manera frontal, irremediablemente: unos estuvieron del lado de los vencidos, los torturados o diezmados, los expulsados de sus trabajos o al exilio; los otros se plegaron a los vencedores, abrieron champaña el mismo día del golpe y se sumaron, algunos muy renombrados hasta hoy, al aparato gestor o institucional del régimen, que era la facción civil complementaria de los criminales aglutinados en los organismos represivos. Muchos (¿casi todos?) estuvimos en la primera facción, entre las huestes universitarias y ciudadanas que resistían a la vorágine represiva, hasta que el choclo se fue desgranando, la dictadura fue perdiendo capacidad de maniobra y sobrevino la democracia bien ordenada que hemos conocido en estos últimos decenios. Esa polarización escabrosa habida y cultivada por sus impulsores durante los años de dictadura tiende a difuminarse comprensiblemente con el tiempo y las décadas, aunque solo sea porque no se puede vivir solo de recuerdos, menos cuando en ellos predominan evocaciones traumáticas, dolores y pesares impuestos a tanta gente y tantos compatriotas.

No está de más, igual, traer a colación cada tanto ese maniqueísmo homicida impuesto desde el poder y sus marionetas durante 17 años, con mayor razón en la tesitura constituyente y electoral a que nos enfrentamos. Quizás hasta sirvan, esos recordatorios adicionales, para precavernos contra proclamas recientes como la del rector de la PUC, cuando, sin que haya comenzado siquiera a sesionar la Convención Constitucional, se manifiesta contrario a la posibilidad de que la entidad consagre el derecho de la ciudadanía a una vida sin sufrimiento, opción que dejaría abierta la posibilidad de poner fin por propia decisión a la propia vida cuando se establezca, por medios controlados, que la continuación de esa vida va a representar solo un mayor sufrimiento para la persona. ¿Alguien nos ha preguntado a los chilenos si deseamos que la nueva Constitución consagre o no ese derecho? ¿Cuántos de nosotros concordamos con, o discrepamos de, la idea secular de que una vida digna en ese sentido médico es un derecho irrenunciable del ciudadano, y la eutanasia un procedimiento que vendría a garantizar ese derecho? El rector es un individuo dialogante y está en su absoluto derecho a manifestarse en contra de ambas opciones, en virtud de su acervo personal y católico, pero no por eso puede, en las actuales circunstancias, iniciar desde ya una campaña para inducir y teledirigir razonamientos o debates en una asamblea que todos escogimos para ser oídos y representados, no para que se haga eco de opciones religiosas que se siguen proclamando en la escena del debate público como lo que tácitamente desea o prefiere “la mayoría de los chilenos”.

Pero hay otra clase de argumento de autoridad que se sugiere por estos días, y es el que pasa por la exigencia escandalizada de pureza democrática a las figuras progresistas y de izquierda que hoy parecen aglutinar en torno suyo buena porción de las simpatías electorales de la población. Como suele ocurrir en tales casos, quienes rasgan vestiduras exigiendo credenciales democráticas son los mismos que legitimaron sin asco las atrocidades cometidas por los peores criminales de la historia de Chile al amparo del Estado. Es como el burro hablando de orejas: los antiguos abanderados del autoritarismo militar, y algunos de sus compañeros de viaje posteriores, se muestran ahora preocupados y vocean cuando pueden sus nuevas prevenciones.

Vivimos –algunas de las generaciones que lo vivimos– demasiado tiempo atenazados por esa cultura de la muerte que impuso la dictadura y “su banda de cuatreros y asesinos”, como definió a la DINA de Contreras su propio sucesor en la CNI, el malogrado general Odlanier Mena (a confesión de partes, relevo de pruebas, piensa uno). En el seno de un régimen que llegó a contaminar hasta los ámbitos recreativos de la vida cívica con su estilo. Solo en esos años pudo consolidarse la noción del “monstruo” en la Quinta Vergara y en el festival anual de la canción, un monstruo que se abocaba a despedazar cantantes y humoristas a discreción (todavía ocurre alguna vez), porque eso era lo que se estilaba en aquellos años: despedazar a la gente, hacerla desaparecer de la escena sin más. Recuerdo haber visto, por los días del atentado a Pinochet, cuando vine de visita al país desde España, innumerables videos del conocido Teleanálisis, ese noticiero imprescindible que hacía la crónica de esos días aciagos y que aún es posible conocer en el Museo de la Memoria. Mi sensación al verlos era la de un extraterrestre (proveniente en ese caso de la Europa occidental) o un marciano que acababa de aterrizar en un país anómalo y presenciaba ahora un poco abismado (o muy abismado, en rigor) todo lo arbitrario y horrendo que le hacían a su gente, pese a lo cual esa misma gente había comenzado a percibir en forma a la vez difuminada la naturalización abyecta de la violencia que el régimen dictatorial imponía a diario. Recuerdo las imágenes que se acumulaban en ese visionado del noticiero, cada una más abrumadora que la otra. Como una de las primeras que se vieron –luego seguirían viéndose cada año– de los padres de los hermanos Vergara Toledo con la vista baja y en actitud contrita ante la cámara. Como la del chico Guerrero recriminando al mundo adulto su pasividad. Y, en esos mismos días, para coronarlo todo con el horror definitivo, la imagen –esa sí la vi en vivo y en directo– del cadáver de Pepe Carrasco acribillado y velado en el Colegio de Periodistas, con sus colegas haciendo por turnos una guardia de honor en torno al féretro. Parecía –con todo lo legítimos que fueron esos gestos– un país enamorado de la muerte, que había aprendido a hablar, muy a su pesar, en el lenguaje y el tono que los hampones dictatoriales, los uniformados y los de civil, le habían impuesto.

Vivimos demasiados años inmersos en esa cultura de la arbitrariedad y la muerte como para que hoy se alcen los que la impusieron y exijan explicaciones tendenciosas a las fuerzas de izquierda, exigencias que parecen trasnochadas, inspiradas en el discurso programático de la Guerra Fría. No están los tiempos para esas cosas: todo sugiere –como dice el eslogan voceado hasta la saciedad– que Chile despertó, y de manera irreversible.

Jaime Collyer
Escritor.