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Opinión

Hacia un pacto socioambiental inédito en Chile

Por: Diego Gómez | Publicado: 15.07.2021
Hacia un pacto socioambiental inédito en Chile Marcha contra HidroAysén (mayo de 2011) |
La elección de constituyentes no sólo evidenció que la energía política está pasando por fuera de la caja, sino también permite sustentar empíricamente lo que se ha planteado antes; esto es, que se ha forjado un nuevo sentido común socioambiental en Chile. Pues, más de un tercio de los constituyentes independientes son defensores ambientales en sus respectivos territorios, y otra porción significativa de quienes integrarán la Convención exhibieron propuestas medioambientales transformadoras o al menos reformistas en sus programas de campaña. 

El 18 de octubre de 2019 la sociedad chilena salió a las calles exigiendo cambios y estalló. Ese ánimo transformador se ratificaría un año más tarde a través de las urnas, con el aplastante triunfo 80/20 en favor del apruebo en el plebiscito por una nueva Constitución donde, además, se impondría el mecanismo de la Convención Constitucional para su redacción.  Se le daba, así, cauce institucional a los aires transformadores emanados de la ciudadanía y se iniciaba un proceso constituyente inédito en nuestros doscientos años de historia.

Con el tiempo, gracias a la presión ciudadana se incorporaron, como por osmosis, la paridad de género y escaños reservados para pueblos indígenas, a fin de garantizar la participación efectiva de ambos en la Convención. Y, a su vez, se sumaron posteriormente, tras la sorpresiva votación de constituyentes, un importante número de independientes para integrarla (casi 1/3 de la Convención).

Es evidente, a la luz de los hechos, que la energía (y, por ende, el poder constituyente) está pasando por fuera del sistema político tradicional. Nos enfrentamos al desafío de construir un nuevo Chile con propuestas que sean lo suficientemente utópicas para representar una transformación, y lo suficientemente reales para que no se vuelvan inviables. Es decir, propuestas que reflejen los cambios sociales y culturales que ya están ocurriendo en el Chile profundo de hoy. Pero la tarea no es fácil, estamos parados en la zona de fractura de dos mundos que aún se sacuden producto de su reciente colisión, uno que agoniza y otro que puja por nacer.

Y es que éramos, hace nada, un oasis en medio de una convulsa América Latina. Desde el estallido social de 2019 naufragamos en la incertidumbre, el caos y la ingobernabilidad. “No lo vimos venir”, fue lo que dijeron los políticos tras los sucesos de octubre de 2019. Pero la verdad es que había señales de crisis desde antes, y por doquier. Alberto Mayol ha denominado “ciclo de crisis” al malestar social que recorría nuestra sociedad desde hace aproximadamente una década (2011-2019). Su forma era la impugnación ciudadana –un cúmulo de temáticas específicas, desconectadas unas de otras, que emergían a la superficie como protesta– y su efecto la disrupción, la irritación del orden vigente (movimientos: estudiantil, ambientalista, regionalista, No+AFP, feminista, etc.).

El malestar flotaba en el aire –bullía en las calles y en los territorios, nos recorría por dentro–, pero en frente se encontraba con una élite desconectada de la realidad, incapaz de percibir y canalizar nada. El resto es historia: respuestas políticas inadecuadas, acumulación de malestar y una sociedad chilena que estalló. Una sociedad chilena que, hastiada, proclamaba: “no son 30 pesos son 30 años”.

Desde una mirada retrospectiva, es posible advertir que aquel ciclo de malestar contenía ya –de manera larvada– uno de los factores determinantes de la transformación cultural que experimentamos hoy en día como sociedad: el nacimiento de una nueva conciencia medioambiental ciudadana, surgida desde los territorios y sus co-habitantes, a lo largo y ancho de Chile (HidroAysén, Freirina, Pascua Lama, Quintero-Ventana, Punta de Choros, Modatima, etc.).

La elección de constituyentes no sólo evidenció que la energía política está pasando por fuera de la caja, sino también permite sustentar empíricamente lo que se ha planteado antes; esto es, que se ha forjado un nuevo sentido común socioambiental en Chile. Pues, más de un tercio de los constituyentes independientes son defensores ambientales en sus respectivos territorios, y otra porción significativa de quienes integrarán la Convención exhibieron propuestas medioambientales transformadoras o al menos reformistas en sus programas de campaña.

El giro verde será debate obligado en la Convención Constitucional. Y todo apunta a que el Chile que nace se edificará sobre la base de un pilar inédito hasta ahora: una política ambiental estructural. Y no por voluntarismo, sino por causa de un nuevo espíritu de época. Ahora bien, si esto nos llevará por la ruta de un Estado Ambiental, Igualitario y Participativo (variante del constitucionalismo andino), por derroteros constitucionales más tradicionales (liberal clásico; social; social y democrático) o por una senda radicalmente innovadora, es algo que no se vislumbra aún con claridad.

La tendencia ecológica global comporta un destino trágico. La evidencia científica internacional nos revela que la continuidad de la vida en la Tierra, tal como la conocemos, y la supervivencia de nuestra especie, se encuentran amenazadas, paradójicamente, por causa de la propia actividad humana. Pareciera ser, en todo caso, que el giro ambientalista que experimenta la sociedad chilena no responde, en primer término, a ese fenómeno global, sino a otras causas más cercanas y aprehensibles. Parece ser que remite, ante todo, al orden de la vivencia de las personas.

Es atendible sostener que, en el fondo, esta nueva conciencia ambiental ciudadana es la contracara del “progreso”, la respuesta de la gente frente a las múltiples “externalidades” ambientales negativas del modelo neoliberal-extractivista a la chilena, las cuales han sido incorporadas –hechas cuerpo– como dolor y sufrimiento por miles de chilenos y chilenas que se han visto sometidos a vivir en la (in)dignidad de las zonas de sacrificio durante los últimos 30-40 años, cargando con enfermedades, contaminación e intoxicación; es la respuesta a la pérdida de diversidad ecológica y cultural perpetrada por el “gigantismo deshumanizante” de una economía primarizada que, en su lógica de crecimiento ilimitado, destruye no sólo ecosistemas de enorme valor ecológico en sí mismos, sino también modos de vida tradicionales inseparables de esos paisajes socioambientales donde ocurren, dejando a su paso degradación ecosocial y una inconmensurable fractura cultural (pérdida de sentido). Normalmente, esos modos de vida amenazados por el extractivismo hunden sus raíces en cosmovisiones indígenas ancestrales que sancionan una reciprocidad naturaleza/sociedad a partir de la cual se funda una co-habitación integral, una ética del respeto a la integralidad, que concibe los territorios vividos como comida, remedios, ocio, espiritualidad y vida que se debe cuidar y resguardar.

Ya en la década de 1990, voces como la de Manfred Max Neef planteaban, con preocupación, cuánto se desmantelaban o destruían culturas con el objeto de establecer economías. Pero no fueron escuchadas. Muy por el contrario, el neoliberalismo dejó en manos exclusivamente del mercado desregulado la asignación de los bienes y recursos naturales del país, lo cual, concatenado con el dogma del crecimiento económico, se tradujo en una presión sostenida y creciente sobre los territorios y sus co-habitantes humanos y otros-que-humanos.

La ecología política nos enseña al respecto que la creciente ocupación de nuevos territorios, el creciente uso exosomático de materiales y energía y la creciente producción de residuos, han operado como caldo de cultivo para la emergencia de conflictos ecológico-distributivos en todo el mundo (ejatlas.org). Y Chile no escapa a esta tendencia global, exhibiendo una larga lista de este tipo de conflictos, desencadenados principalmente durante la última década (https://mapaconflictos.indh.cl/#/).

El fenómeno es interesante, pues los conflictos ecológico-distributivos se definen como las luchas que surgen de las asimetrías estructurales en la distribución de las cargas de contaminación y de los impactos de la extracción de los recursos naturales, en el marco del proceso productivo capitalista. En consecuencia, la alta incidencia de esta clase de conflictos en el Chile contemporáneo informa sobre una cuestión fundamental, la inequidad socioambiental producida por el modelo económico neoliberal conlleva un efecto indeseado estructural, la politización de los sujetos afectados. He ahí –en los movimientos locales de defensa y resistencia territorial, cada vez más incidentes– la clave del nuevo sentido común socioambiental que se ha instalado en Chile.

La temática ambiental es amplia y multidimensional, y la nueva Constitución debe hacerse cargo de esa complejidad. Debe garantizar la protección contra el cambio climático y asegurar la protección de los ecosistemas y la biodiversidad. Pero debe garantizar, también, la protección de derechos en el ámbito de lo socioambiental y lo biocultural. Es decir, la nueva Constitución deberá establecer una política ambiental que se sustente en criterios técnicos y estándares internacionales, acordes a los desafíos globales del siglo XXI en la materia, pero al mismo tiempo deberá recoger el nuevo sentido común ambiental ciudadano fundado en la experiencia cotidiana, de modo de abrir un espacio institucional para incorporar elementos normativos que se orienten a la resolución de las problemáticas “biosocioculturales” que aquejan a los territorios y sus co-habitantes. Por lo pronto, la nueva Constitución debería consagrar un principio ético fundamental y transversal: la “afirmación de la vida”, en todas sus formas y manifestaciones, una afirmación cuantitativa y cualitativa de la vida, esto es, no sólo consagrar el derecho a la vida, sino también garantizar el derecho de vivirla con dignidad.

Diego Gómez