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Opinión

Diferencia y repetición

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 22.11.2021
Diferencia y repetición |
Los errores podemos verlos ahora que despertamos, adoloridos, de la resaca del octubrismo. Pensamos que con calle y más calle, con consigna tras consigna, con performance tras performance, era suficiente para desactivar el anquilosado y poderosísimo ethos conservador de la sociedad chilena. A todo esto le sumamos la ritualización de un pequeño, semanal y mediático vandalaje –a esta altura sin sentido y sin proyecto político alguno–, coronado por una izquierda que no ha sabido hacer circular en la misma órbita a sus diferentes mundos, y ¡yastá!: tenemos lo de ayer. Y el otro ayer, el mismo que nos emocionó hasta las lágrimas cuando más tres millones de personas marcharon por todo Chile o cuando Elisa Loncon asumía como presidenta de la Convención Constituyente, pasa al plano de la ingenuidad y la borrachera. En algún momento había que parar.

El título de esta columna replica al enorme libro del, también enorme, filósofo francés Gilles Deleuze. Últimamente ha tocado escribir “sobre” la historia. Hablo de historia no en el sentido extensivo de la palabra y tampoco en la ruta historiográfica. Se trata de un “sobre” como un encima de la historia misma, de entender a la escritura como un torrente que fluye desde lo puramente contextual, contexto tras contexto y entonces texto tras texto, entendiendo que Chile ha sido, en los últimos dos años, un ecosistema increíble de acontecimientos (entendemos al “acontecimiento” en jerga filosófica, es decir, como lo imprevisible, lo no digitable, lo in-calculable). Hablamos de acontecimientos yuxtapuestos, sobrepuestos, opuestos y, sobre todo, desconcertantes; que se despliegan en todos los puntos cardinales y en torno a los cuales es imposible encontrar algo así como una hebra que permita deshacer la madeja social y política. Y la madeja es inclasificable; se enreda al infinito en un país que parece, culturalmente, no tener arraigo, un punto de partida o de llegada, y que es tan frágil en su tejido social que pareciera estar condenado a nunca más recomponer, después de 1973, un vínculo más allá de la incombustible mezcla entre autoritarismo y mercado (ambos, el verdadero aleph, el principio universal, demiurgo organizador de todas las cosas y pandero suprahistórico de una sociedad tan invertebrada como sintética; tan voluble como cínica –irónicamente “cínico” viene del griego Cinosarges que podría traducirse como “perro blanco” o “perro veloz”).

No intentaremos aquí un análisis de números, porcentajes o matemáticas de balotage. Hay especialistas para eso. Sin embargo, sí podemos apuntar que la aritmética electoral ya está clara: simplemente Kast ganó-ganó, así, dos veces. Pasó a segunda vuelta y terminó primero quedando con opción clara de ser el próximo Presidente de la República, lo que significaría que ganó-ganó-ganó, así, tres veces. Lo que nos surge son preguntas, angustiantes y medio autoflagelantes, pero que son necesarias si es que se quiere encontrar un motivo organizador que le dé algo de lógica a la saga sátira de los años que hemos vivido, y en donde nunca supimos que la primera mano iba a ser ganada por un blufeador de cepa, por un joker protofascista, por un arlequín de máscara blanca y supremacista que, no obstante todas las fracturas que se han sucedido en la sociedad chilena, hizo caja riéndose burlón de cara al hiperbólico y desmadrado “Chile despertó”.

¿Cómo pasamos de tener nuestro propio mayo del 68, con la misma densidad, con la misma intensidad y con una estética similar, a tener a un segregacionista que de a poco va desenrollando la alfombra roja por la que pretende entrar, rampante, a La Moneda? ¿De qué callada manera se vuelve a escribir y reinscribir el romance pinochetista, ahora en clave democrática, de cara a todos los muertos/as y mutilados/as que se arrojaron al vacío por ver a un país refundado en la idea de dignidad? A esta altura resuenan también los ecos de Alexis de Tocqueville y su fabuloso libro La democracia en América, en el que vaticina que, a través de la historia de la democracia propiamente tal íbamos a ver los peores horrores que la humanidad había conocido jamás. Y tuvimos al canciller electo Adolf Hitler, a Auschwitz, Treblinka y “los camisas pardas”, a Mussolini, Trump y Bolsonaro. Y así un espantoso y largo etcétera. Que, al parecer, finalmente, nos alcanzó.

Algo nos dice la historia de que, tras toda discontinuidad o irrupción social, lo que se devuelve, furiosamente, es una restauración conservadora. Después del mayo del 68 francés el conservadurismo, en pánico, logra instalar a Georges Pompidou como Presidente de la República. Lo mismo en Estados Unidos. Tras el gran despliegue de masas que significó el movimiento por los derechos civiles en los años 60, lo que se coronó fue un gobierno de derecha como el de Richard Nixon y la primera aparición del determinante ídolo mundial del patriotismo anticomunista universal: Henry Kissinger. En Chile, después de la Unidad Popular, del platónico Salvador Allende y sus anhelos, ya sabemos el calibre de tragedia que tuvimos que morfar.

En definitiva, en una mirada algo más larga, más oxigenada por la historia, Kast y su orgiástico programa, el mismo en el que fertiliza la promiscuidad de todos los odios, simple y lamentablemente, tiene racionalidad.

Los errores podemos verlos ahora que despertamos, adoloridos, de la resaca del octubrismo. Pensamos que con calle y más calle, con consigna tras consigna, con performance tras performance, era suficiente para desactivar el anquilosado y poderosísimo ethos conservador de la sociedad chilena. A todo esto le sumamos la ritualización de un pequeño, semanal y mediático vandalaje –a esta altura sin sentido y sin proyecto político alguno–, coronado por una izquierda que no ha sabido hacer circular en la misma órbita a sus diferentes mundos, y ¡yastá!: tenemos lo de ayer. Y el otro ayer, el mismo que nos emocionó hasta las lágrimas cuando más tres millones de personas marcharon por todo Chile o cuando Elisa Loncon asumía como presidenta de la Convención Constituyente, pasa al plano de la ingenuidad y la borrachera. En algún momento había que parar. Ahí donde todo indicaba que la extrema derecha había identificado su momento y con la precisión de un ajedrecista calculó que era el tiempo de la política y no del callejeo, siempre anteponiéndose a la jugada, nosotros seguíamos en el “infantilismo revolucionario” (Lenin), sublimándonos en una revolución imaginaria y sin sacar ninguna lección de la historia.

Debo decir que muchos/as lo dijeron, en todos los tonos. Kast no era un chiste, no era un “plop” de Condorito ni simplemente el villano clásico de Hollywood que siempre termina perdiendo. Aunque puede ser una ópera bufa, todo lo que representa es grave, serio, denso, histórico y extremadamente peligroso. Ahora el barro nos llega hasta el cuello y quienes creemos que la “democracia es el mejor gobierno posible considerando todos los demás” (Rancière), estamos inclinados frente a las derivadas tautológicas de la democracia misma, y por ausencia, justamente, de política, de retórica y estoicismo, estamos al borde del abismo autoritario.

Los infiernos posibles son múltiples. Sólo por nombrar uno: Kast Presidente y Parisi ministro de Hacienda (Parisi es de fábula y merecería una columna sólo para él). No es una broma, no es un acto de habla fallido: es una realidad patente y palpitante, viva y voraz. Cada vez me creo más ese cuento de que la política se entiende mejor con Freud que con Marx.

Titulamos esta columna “Diferencia y repetición”, tributando a Gilles Deleuze. Una de las tesis centrales de este fabuloso libro es que la diferencia siempre termina sometiéndose a la identidad, a la castración impuesta por los límites y a la determinación de lo “uno”. Podemos diferir y diferir, crear revuelo mundial pensando que Chile cambió y que en algún momento caminaremos todos y todas tomados de las manos enrutándonos a un horizonte lleno de tolerancia, amor, y pletórico de diversidad. La historia indica que esto no es así, que a toda emancipación le sigue una dominación, y que, si no nos cae la teja de que esto, al final de todos los días es un asunto de Política (así, en mayúscula), pues nos despertaremos de un hermoso sueño envueltos en las telarañas del espanto.

Queda una opción, un último round, al que se llega como Joe Frazier en su tercera y última pelea con Muhamed Alí: desconectado, delirando, a punto de caer con cada golpe. Pero Frazier se mantuvo en pie y, aunque perdió por puntos, la historia lo dio como ganador. La dignidad no es un eslogan ni una costumbre: es una pelea brutal que debe darse todos los días. Este es nuestro único camino.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.