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Filosofar «en» el autoritarismo

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 18.12.2021
Filosofar «en» el autoritarismo Martin Heidegger |
No sé, francamente, Salvador, si de ganar Gabriel Boric (sin duda nuestra esperanza) se abrirán las grandes alamedas; pero sí estoy seguro de que, cuando menos, no se cerrarán ni serán el paisaje natural para que deambulen libremente los cascos, las botas y los tanques. Siento que esto debe ser hoy, justamente hoy, en este preciso y singular momento de nuestra historia, irrepetible, acontecido y de cara a una potencial tragedia, el “qué” de la filosofía.

En el sexto párrafo del célebre discurso de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, a unas pocas horas de su inmolación, dice lo siguiente: “Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos… porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente (…) frente al silencio de los que tenían la obligación de proceder…”.

Y entonces aparecen las preguntas: ¿tiene la filosofía, hoy, la obligación de “proceder”? Si, en su última interpelación, Salvador nos habla del “silencio” como cómplice de la sedición y la traición, ¿es el deber de la filosofía romper, atravesar el tímpano de ese silencio y contribuir a resistir, tanto como pueda, a un pueblo, a un país o a un grupo humano de su propia autoafección? Siguiendo a Jacques Derrida en esta línea, hacemos otra pregunta: ¿debemos, hoy más que nunca, tener oído para la filosofía? Y ¿qué significa tener oído para la filosofía ahí donde la amenaza de un protofascismo ultraneoliberalizado se despliega como una imagen del dios Jano, bifronte, con dos caras mirando en sentidos opuestos? Por un lado, la camufla democrática y por el otro la recuperación de la más profunda tradición militarista y represiva. Dos caras de una misma moneda en lo que opera como fundamento es la negación de la alteridad, su tachadura, su persecución, la potencial violación de los derechos humanos en cuarteles clandestinos, en fin (todo esto no es pura paranoia, está claramente declarado en el programa de Kast, y no me refiero al de primera vuelta, sino que al último).

Pero hay que ser justos. Y es que el título de esta columna, “Filosofar en el autoritarismo”, no exige simplemente dar cuenta de cómo se ha filosofado (como aquí podemos hacerlo) contra el autoritarismo propiamente tal sino, también, en él y a su favor. En este sentido se podría escribir una historia infame de la filosofía. Esta historia no es la de un lienzo inmaculado, la de una aséptica tradición del pensamiento negada a errores imperdonables en el que siempre se habría trazado una posición emancipadora. Sólo por dar unos cuantos ejemplos antisemitas: Kant se refería a los judíos como “vampiros de la sociedad” y alegaba en favor de la “eutanasia” del judaísmo. Fichte, en el siglo XVIII, escribía que “la única manera de civilizar a los judíos era amputándoles la cabeza”. En el siglo XX, el lógico Frege, apuntaba, en 1924, que era “una desgracia que hubiera tantos judíos en Alemania y que en el futuro tendrán plena igualdad política con los ciudadanos alemanes». Posteriormente, y en el mismo siglo, desde el británico Chamberlain y el francés Gobineau, antisemitas furiosos inspiradores de la ideología hitleriana y permanentemente citados en Mein Kampf, pasando por Rosenberg, Krieck, Bäumler –quienes instalaron la enseñanza nazi como doctrina en los colegios de Alemania– y, por supuesto, hasta el genio oscuro y sombrío de Martín Heidegger, quien quiso ser, en una delirante esotérico-topía, el líder espiritual y una suerte de gurú de la Alemania nazi, la filosofía no ha sido otra cosa que el relato de un odio. Falta nada más leer El discurso del rectorado, de 1933, momento en el que Heidegger asume el cargo en la Universidad de Friburgo, y donde señala con todas sus letras, y sin faltarle el respeto a una sola coma, que: “La voluntad de esencia de la universidad alemana es la voluntad del saber, como voluntad de la misión histórica y espiritual del pueblo alemán, de ese pueblo que se sabe a sí mismo en su Estado” (Estado nazi, obviamente).

La filosofía tiene su doble, como el dios Jano. Se des-dobla, es decir se comprueba y refuta en un solo y mismo movimiento, ratificando de alguna manera con este desplazamiento que no está blindada ni ecologizada del mal. Se inscribe, por supuesto, en las ideologías, sobre ellas, tras ellas y, muchas veces, sirviendo con la dinámica del esclavo a fórmulas que han archivado el horror y han legitimado la barbarie en la historia.

Queremos decir con todo esto que hay riesgos en la filosofía que no tienen nada de imaginarios, y la esencia de su duplicación no requiere necesariamente de una plataforma de despegue, simplemente es así, tal cual, es, y en esta medida es que puede cuadrarse con el horror, con lo monstruoso, con aquello cuyo rostro que, aunque desconocido, sabemos que acecha y perturba la vida, el mundo, nuestra propia y singular finitud.

Pero volvamos a Salvador Allende. En una parte del mismo párrafo de su discurso señala que “en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente”. Y esto es justamente lo que hoy debemos constatar. Ciertamente, con la visión del futuro que sólo pueden tener aquellos y aquellas a quienes la historia tocó para hacerla, Salvador ya nos advertía. Y es que en Chile el fascismo jamás se ha ido. Se ha aletargado, agazapado, transformado paulatinamente a propósito de la arremetida criminal de un mercado sin parámetro mundial en el despliegue de su brutalidad. Sin duda ha tomado nuevos rostros y hablar de fascismo, quizás, técnicamente, no califica. Sin embargo, este sector en Chile (que se autodenominó, cariñosamente, “familia militar”) al menos por 3 décadas se retiró a los cuarteles transicionales guardando silencio, cómplice y cobarde a la vez, de cara a las múltiples acusaciones por violación a los derechos humanos que se reactivaron desde el 90 en adelante; y vio a algunos de sus próceres partir a cárceles especiales, casi hoteles de lujo, pero cárceles al fin. La vergüenza: Pinochet murió libre y en total impunidad; la justicia transicional, que siempre lo mantuvo a resguardo para no resquebrajar el pacto entre civiles, militares y empresarios que impulsó la transición misma, jamás fue una operación de derecho, menos de justicia, y nunca lo alcanzó.

Lo anterior me hace recordar al gran historiador prusiano Karl von Clausewitz cuando sostiene, sobre sí mismo y en la mitad de las guerras napoleónicas, que “reniego totalmente de la frívola esperanza de ser salvado por la casualidad». Hoy, en Chile, la casualidad no nos salvará, el azar no nos salvará, la inercia no nos salvará. Si no nos levantamos el domingo a votar por Gabriel Boric la frívola esperanza de la casualidad no nos salvará. Y cuando digo aquí salvación lo hago con toda la responsabilidad de la cual dispongo, salvarse del yugo de una telaraña y de un sujeto con alto poder de juego y pistolas de calibre grueso que, con la banda en su pecho, puede comenzar un proceso sistemático y reproductivo de una ideología que amenaza con tomar forma y empezar a sedimentarse. “La lenta sedimentación de lo inaceptable” de la que escribe Marc Crépon en La cultura del miedo.

Y el hecho de que Kast, ese nombre que abrevia tanto, la negación de lo alter-nativo, lo in-dignante, llegue a ser Presidente no es el turismo pasajero de una ideología sin objeto, sino que la apertura concreta y real  a un proceso que puede iniciarse, desbordarse y revolucionar a tal punto la sociedad chilena que, tal como ocurrió con la arremetida rampante del neoliberalismo –primero a punta de metralla y después dentro de la fronda democrática–, puede transformarse en racionalidad, en una forma de relacionarnos, en crianza, en doctrina pública, en la naturalización de la persecución y la degradación. Las doctrinas políticas no son rondas infantiles; su objetivo, siempre, es la perpetuación y toda vez, como esta vez, que un mono con navaja puede a llegar a tener el poder, los medios para lograr esa perpetuación son variados y técnicamente factibles. Por otro lado, y si esto no se logra por puro devenir sociológico, pues siempre estarán los militares, dispuestos y atentos a responder al llamado de la tropa para apuntar a su propio pueblo.

Me es casi insoportable escuchar de que ésta es una campaña del terror que busca retobarse únicamente como un gancho proselitista o adoctrinante. Esto no es ni proselitismo barato (no sé si hay otro) ni adoctrinamiento de ningún tipo, no me considero lo suficientemente banal ni para ser proselitista ni tampoco lo mínimamente influyente como para generar doctrina. No. Esto no es una campaña del terror: es terror. No se trata de coquetear con el miedo sino de sentirlo. Sin embargo, se trata de una constatación de lo peor que no puede paralizar a la filosofía sino dinamizarla de cara a un movimiento colectivo. Pocas veces hemos tenido la posibilidad de agruparnos –siempre hay disidentes y eso también es justo–, como hombres y mujeres, de cara a un posible escenario de retroceso y re-auge de los símbolos de la dictadura; pocas veces se conjugan voces para decir: aquí está la filosofía, como ecosistema de resistencia, tal como lo escribía Michel Foucault: “Crear y recrear, transformar la situación, participar activamente en el proceso, eso es resistir”. O como escribía el maravilloso poeta marroquí Abdelkebir Khatibi: “La política es para el sentido una caligrafía cambiante con un arcoíris de gestos precisos”.

El gesto preciso de la filosofía es el de pensar antes, durante y después del autoritarismo. En esta dirección, de ganar algo así como el protofascismo en Chile, muchas y muchos, estoy seguro, no cerraremos por fuera ni nos iremos a ninguna suerte de asilo. La tarea, en un potencial escenario de estas características, tal como decía Foucault, será resistir y crear, resistir y crear, aunque el peso de la noche o El nocturno de Chile del cual nos hablaba Roberto Bolaño se devuelva, desde las profundidades de la historia, a lo cotidiano como navajas de filo patriotero y ultrón.

Salvador Allende, en su mismo discurso y con toda la pena del mundo en sus espaldas, decía, en ese momento gris, amargo y con la más conmovedora resignación: “el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes”. Pienso que sólo en eso se equivocó. Sus palabras resuenan como el eco en la montaña y nos invaden, hoy, a dos días de jugarnos todo, como la sensibilidad humilde del poeta que, en el mismo momento que escribe, quizás, no sabe que sus palabras nos estremecerán para siempre.

No sé, francamente, Salvador, si de ganar Gabriel Boric (sin duda nuestra esperanza) se abrirán las grandes alamedas; pero sí estoy seguro de que, cuando menos, no se cerrarán ni serán el paisaje natural para que deambulen libremente los cascos, las botas y los tanques. Siento que esto debe ser hoy, justamente hoy, en este preciso y singular momento de nuestra historia, irrepetible, acontecido y de cara a una potencial tragedia, el “qué” de la filosofía.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.