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¿Qué igualdad pedimos?

Por: María Isabel Peña Aguado | Publicado: 13.03.2022
¿Qué igualdad pedimos? | AGENCIA UNO
Sigo creyendo que pensar en claves de lugar es importante. Nos ayuda además a contextualizar y situar las diferentes demandas feministas, los derechos de las mujeres y los saberes. Sigo convencida de que nuestras voces alzadas son igualmente un lugar. Lugar no sólo de demandas, sino también de encuentro entre iguales y diferentes. La violencia ejercida de forma cobarde, una y otra vez, en cambio, me suele dejar sin voz para unos días. Reconozco, empero, que también me cansan los minutos de silencio que guardamos. No sé si son signos de respeto o de impotencia. Seguramente de las dos cosas.

Fue ocho de marzo y, como cada ocho de marzo de los últimos años, los mensajes de felicitación, los buenos deseos, la ilusión de marchar, codo con codo, reivindicándonos a nosotras mismas y a nuestras ancestras, la defensa de nuestro legado, así como de nuestro derecho a disponer de nuestras vidas y nuestros cuerpos, nos llenan de alegría y esperanza.

Llevo días oyendo hablar de igualdad. Es el tema y el lema de todos los ocho de todos los marzos, y debería ser el de todos los días de todos los meses de todos los años. Esta vez, sin embargo, tanto discurso igualitario me ha silenciado por unos días. Miro a mi alrededor y pienso: “Aquí estamos todas, diferentes e iguales al mismo tiempo, porque no hay una igualdad que funcione si no reconoce el derecho a y la libertad de ser diferente”. Los distintos feminismos dan fe de ello. Y recuerdo que el día de la mujer es también un día de reflexión y silencio. Es el día para rememorar a aquellas obreras que en 1908 murieron quemadas por reivindicar un salario más digno, para pensar en aquellas mujeres que pagaron un alto precio por ser pioneras, o diferentes, también por querer ser iguales; además de para no olvidar a aquellas que han sufrido, y siguen sufriendo, una terrible violencia en sus cuerpos y almas.

Esa experiencia, la de la violencia, inmediatamente nos iguala a todas. Y lo que es peor, nos hace intercambiables. Y, siguiendo mis reflexiones, se me ocurre que llevamos años trabajando para hacer visibles a las que nos precedieron, sus aportes a la ciencia, a la cultura, al derecho, al arte… pero nos olvidamos de recordar que no sólo no somos invisibles, sino que tampoco somos intercambiables, ni nosotras, ni nuestros cuerpos.

Cuando empecé a leer a Kant en alemán —que, como buen filósofo, consideraba que la cultura afeaba a las mujeres y que lo que más necesitaban era una guía espiritual—, recuerdo que me estremeció ver que, para describir a las mujeres, así en colectivo, usaba la palabra “Frauenzimmer”. Frauenzimmer, casi un concepto, más que una palabra, que traducido literalmente al castellano sería algo así como “la habitación de las mujeres”. Me indignó que se nos pensara en una forma de igualdad que nos hacía intercambiables entre nosotras.

Quizá movida por ese concepto, esa joven filósofa que era yo entonces empezó a pensar que la teoría feminista haría bien en reflexionar sobre lugares, además de en teorías. No estaba sola en esa ambición. Ya Cristina de Pizan a principios del siglo XV pretendía construir una ciudad de damas, y cuatrocientos años más tarde Virginia Woolf pedía una habitación para una misma. Se notará que nuestras reivindicaciones van haciéndose más modestas. Ya no se trataba de toda una ciudad, Virginia se conformaba con una habitación. La diferencia con la Frauenzimmer kantiana es que estas no eran para hacernos intercambiables, sino diferentes entre nosotras.

Sigo creyendo que pensar en claves de lugar es importante. Nos ayuda además a contextualizar y situar las diferentes demandas feministas, los derechos de las mujeres y los saberes. Sigo convencida —como lo escribí hace mucho tiempo— que nuestras voces alzadas son igualmente un lugar. Lugar no sólo de demandas, sino también de encuentro entre iguales y diferentes. La violencia ejercida de forma cobarde, una y otra vez, en cambio, me suele dejar sin voz para unos días. Reconozco, empero, que también me cansan los minutos de silencio que guardamos. No sé si son signos de respeto o de impotencia. Seguramente de las dos cosas.

Hannah Arendt afirmaba que la violencia es silencio porque anula la palabra, su valor. Ahora, un ocho de marzo, pido que se terminen las agresiones contra las mujeres, contra todo aquello que tiene tintas femeninas. Hoy pido no sólo igualdad, pido además libertad de decisión, que elegir una forma de vida, no nos traiga inmediatamente la muerte.

Y lo pido hoy, pero habrá que seguir mañana y pasado mañana, hasta que esta plaga termine. 

María Isabel Peña Aguado
Académica de la Universidad Diego Portales y asesora filosófica de mujeres.