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Hacia una fetichización del progresismo: “¿de qué me habla, pariente?”

Por: Luis Felipe Revuelto | Publicado: 21.03.2022
Hacia una fetichización del progresismo: “¿de qué me habla, pariente?” |
El problema de las banderas rojas y verdes aparece cuando estas pueden sucumbir a una ética neoliberal, una ética del bien decir que podría transformar el comportamiento, las costumbres y los pensamientos en un producto, en un objeto fetiche de las formas mejor logradas del capitalismo y sus modos de producción, responsabilizando a personas de sacar el mejor provecho de sí sin cuestionar las condiciones básicas de la existencia, cayendo en esa falsa utopía donde todas las personas somos iguales.

Una ética de las buenas costumbres pareciera ser lo que ha comenzado a circular en redes sociales bajo los símbolos de banderas rojas y verdes, sin duda necesarias para visibilizar y hacer frente a conductas, discursos y actos violentos e intolerantes. El problema comienza, a mi parecer, cuando se instala una ética del bien decir, una ética que se aleja de cualquier posibilidad de situar los valores dentro de una cultura atravesada por una multiplicidad de territorios y épocas que no se corresponden con la de los centros universitarios y progresistas del país; una ética que puede convertirse en una escala de medición sobre cómo, qué y dónde decir.

Históricamente en Chile las condiciones de vida precarias han sido la norma (salvo para las élites): el trabajo, la familia, la educación, el saber, la violencia, la desaparición, el transporte, etc. ¿Es cuestionable, acaso, que siga siendo común que se agradezca o valore que un hombre no agreda a su pareja, que no tenga vicios y que colabore en el hogar? Sin duda que lo es, pero también es cuestionable pensar no considerar que estamos en una transición entre distintas épocas que conllevan costumbres, ideales y capitales distintos:  cultural, social, político y económico. Transitamos una época con personas que vivieron otras transiciones, que aún siguen puestas en tensión, entre algunas de ellas están:

  • La inserción (y los cuestionamientos) de la mujer al mercado laboral: ¿quién se haría cargo de la familia?
  • Las nuevas formas de familia: ¿no hay sólo una?
  • Los roles de género actuando ya desde la infancia: ¿cómo se viste un niño y una niña? ¿qué es esperable para el comportamiento de un niño y una niña?
  • El término de una dictadura y su transición: ¿qué, a consecuencia de ella, se sigue transmitiendo hasta nuestros días? ¿qué transitó?, ¿qué se quedó?
  • El ingreso de la tecnología y su impresionante avance: ¿podemos obviar una relación igualitaria con lo tecnológico, lo digital y lo táctil en formas de vida (que no son excluyentes) marcadamente análogas?
  • El ingreso de muchas primeras generaciones a la educación superior: ¿y a qué costo?

Es innegable, por ejemplo, que asistir a terapia, y que toda persona pudiese contar con su espacio para poder construir su biografía o trabajar con su historia, sería ideal e incluso deseable. Sin duda que podría aliviar nuestra propia historia, por lo que no pudieron hacer con la suya las generaciones que nos anteceden. Pero, por un lado ¿existen, acaso, las condiciones materiales para que esto sea posible? Y, por otro, ¿tendrían acaso el mismo valor para las generaciones que nos anteceden (como lo es para una porción de la nuestra)? Generaciones que históricamente se valen y se han valido de cultos religiosos, por ejemplo, como un lugar de encuentro, reconocimiento, acompañamiento, de guía y de sentido. Religiones muy cuestionadas –con justa razón– en nuestra época y que adquieren, sin duda, distinto valor al día de hoy, generaciones cada vez más alejadas de una democracia cristiana (casi un partido de oposición para el oficialismo) y los ideales que ella transmite.

La intención de esto no tiene que ver con normalizar ni negar cuestiones que no pueden ser normales y que no deben serlo, en tanto que hay un otro, hay un alguien que lo padece (también en plural): por roles de género, color de piel, clase social, lugar de nacimiento, nacionalidad, entre muchas otras que lamentablemente siguen ocurriendo.

El problema de las banderas rojas y verdes aparece cuando estas pueden sucumbir a una ética neoliberal, una ética del bien decir que podría transformar el comportamiento, las costumbres y los pensamientos en un producto, en un objeto fetiche de las formas mejor logradas del capitalismo y sus modos de producción, responsabilizando a personas de sacar el mejor provecho de sí sin cuestionar las condiciones básicas de la existencia, cayendo en esa falsa utopía donde todas las personas somos iguales.

Lo importante, a mi parecer, tiene que ver con generar, posibilitar y crear las condiciones para poder pensar, pensarnos y volver pensables, los malestares que nos produce y nos condiciona nuestra época, las anteriores y las que vendrán (todo lo contrario a una ética de las buenas costumbres: individualista, policiaca, punitiva y neoliberal). Esto no es posible tan sólo con enunciar y denunciar un hecho, sino que aparece la necesidad y la importancia de acompañar, reconocer, escuchar, de tomarse un tiempo y adentrarse en el mundo del otro con el otro en un mundo que te dice cómo vivir y qué necesitar lo más rápido posible.

Banderas rojas para ese bien decir que está mal dicho, que niega y que supone que en esa igualdad se esconde una diferencia (no muy distinta a esa derecha que abogaba en contra de la gratuidad en la educación). Banderas rojas para una ética que se sostiene en un modelo que prioriza el tener, ¿y cuando nos preocupamos en construir un sostén que pueda gestar algo que en un principio pueda ser?

Luis Felipe Revuelto
Psicólogo clínico.