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Opinión

Las 40 horas, el sesgo productivista, la libertad y el ocio

Por: Roberto Pizarro Contreras | Publicado: 31.10.2022
Las 40 horas, el sesgo productivista, la libertad y el ocio |
El proyecto de las 40 horas laborales no va a solucionar el problema, pero sienta las bases para una mayor apertura de nuestra mente y proyectos de vida, para repensar el coloso de hormigón y circuitos electromecánicos que es la sociedad del siglo XXI.

Hay eficiencias y eficiencias tontas. Por oprobioso o provocador que suene, las organizaciones (empresas, reparticiones públicas, universidades, etc.) que no compatibilicen su operación con medidas que apunten a esquemas de trabajo más cómodos y flexibles están condenadas, si no al fracaso, entonces a la mediocridad de tener entre sus filas a los menos talentosos y motivados (ver, por ejemplo, el reporte Women in the Workplace, confeccionado por Lean In y McKinsey & Company, que reveló que las mujeres líderes tienen una tasa de renuncia mucha más elevada que los hombres, lo cual dice relación con su visión más liberalizadora de los ecosistemas laborales).

Y es que, con la proscripción del uso de las mascarillas y los condicionamientos relativos al aforo en espacios abiertos y cerrados, muchas organizaciones han anunciado un retorno masivo del personal a sus instalaciones (y la consiguiente limitación de la opción del home office). Esto es absurdo, porque no significa otra cosa que someter al empleado (o mal llamado “colaborador” en este caso) a la vista censora de su jefatura y, además, a una actitud y postura de permanente disposición o servilismo, algo que de manera inconsciente y progresiva desgasta psicológica y físicamente, por mucho que la persona se esfuerce por tornar ameno su lugar de trabajo.

Es innegable, por ejemplo, el estrés que representa para muchos apresurarse todas las mañanas, sortear el tráfico y la multitud, en aras de comparecer bien compuesto ante el empleador y el resto del equipo de trabajo. También podemos hallar memes y shorts bastante graciosos en internet, que caricaturizan la situación del empleado cuando ve venir a su jefatura: se pone a oprimir teclas azarosamente y, consultado sobre lo que está haciendo, señala algo que ya finiquitó hace horas, o bien, que tiene en ciernes realizar (y que no lo ha comunicado justamente porque sabe que mostrarse hacendoso sólo redundará en el impío llamado a autoexigirse más).

Otro caso susceptible de citar aquí es lo que ocurre con los distanciamientos de mutuo acuerdo entre las partes de una pareja: la separación espacial y temporal sirve al propósito de sopesar con sabiduría la crisis por la que se atraviesa, y evitar tomar decisiones sobre la base de emociones fuera de control y de las que podríamos arrepentirnos más tarde. Asimismo, muchas veces las relaciones laborales (buenas o malas) no son conducidas mejor justamente porque la frecuencia o asiduidad con que las partes se enfrentan, no les da chance de distenderse y detenerse a pensarse a sí mismas en su despliegue y consecuencias. Vale decir, no hay ocasión de quebrar o dislocar los sesgos que les perpetúan en la forma acostumbrada.

Utilizo adrede la palabra “sesgo”, que es un fenómeno ampliamente estudiado por la psicología y que dice relación con una forma prejuiciada de interpretar la realidad. Específicamente, hay uno que calza muy bien para dar sustento teórico a estas disquisiciones (tratadas también por los filósofos Max Weber y Bertrand Russell, por Byung-Chul Han en su best seller La sociedad del cansancio, y recientemente por el antropólogo James Suzman en su libro Trabajo: Historia de cómo empleamos el tiempo) y que se denomina “fijación funcional”.

Formalizado por Karl Duncker durante la primera mitad del siglo XX, este sesgo consiste básicamente en el hecho de que, por el uso que le damos a una cosa, somos incapaces de advertir otro posible. Por ejemplo, en el pasado un varón adolescente o de mediana edad podía sorprenderse al ver a su hermana, mamá o compañera de curso encresparse provisionalmente las pestañas con una cucharilla, porque habitualmente ese implemento uno lo utilizaba sólo para comer. Hoy los cánones de masculinidad han cambiado, por supuesto, y esto ya no podría sorprender a nadie, con independencia de que le parezca legítimo o no.

Análogamente, toda la tecnoestructura que sostiene y determina los relacionamientos sociales, puede entenderse como un sistema o dispositivo semejante a la cucharilla, o también como un conjunto o trama de ellas. En particular, si tomamos el sistema laboral, podríamos hipotetizar, en principio, que todos o la gran mayoría de nosotros somos incapaces de visualizar una manera distinta de ejercer el trabajo si no es como un medio de supervivencia en régimen de asalariado o emprendedor (formal o informal), dejando en segundo plano nuestros gustos o talentos (que perfectamente nunca podríamos llegar a explotar en plenitud).

Podríamos ahondar más en la cuestión y encontrarnos con que el régimen de producción del sistema económico vigente empuja las cosas de tal manera que sea más fácil conseguir un puesto a través de una bolsa de empleos que postulando empresa por empresa un currículum que busque conseguir el trabajo de los sueños. Y aquí descubrimos lo siguiente: el sesgo funcional se sostiene, en este caso, por el temor que infunde además el sistema ante la eventualidad de que no podamos conseguir una fuente para sostenernos de cara a las necesidades más básicas. Así, podríamos entender este sesgo dentro de otro más amplio al que podríamos llamar “sesgo del Leviatán”, “sesgo hobbesiano” o “falacia de la supremacía absoluta”, en alusión a uno de los fundadores de la teoría política moderna en el siglo XVII, el filósofo Thomas Hobbes, quien propuso un supersistema de gobernanza (el Leviatán) basado en la capacidad de amedrentamiento de sus tentáculos o extensiones, y en la idea (falsa o aparente) de su indestructibilidad.

Los superejecutivos en las corporaciones −y, en general, los agentes de poder, sean privados o públicos−, son quienes más están afectos, tal vez, a este sesgo, que se incrementa cuanto más grande e influyente es la organización. Ellos deben tomar decisiones rápidas y eficaces (“con audacia y determinación”, como diría el académico español Ignacio Iturralde, refiriéndose a lo que él considera dos de los rasgos primordiales del líder moderno identificados por Maquiavelo), para lo cual no se pueden permitir hacer filosofía del arsenal de técnicas que han aprendido y que se alojan y enquistan en sus mentes, sino más bien dispararlo oportunamente y sin titubear.

Son incapaces, entonces, de ver una manera distinta de ejercer su posición y competencias en la empresa, y con el tiempo van afianzando un estilo de liderazgo que difícilmente podrán subvertir (y con el que incluso podrían paradójicamente mostrarse autocríticos). Esto se refuerza a través de la tensión o miedo que les inspiran los miembros del directorio, de la junta de accionistas o del estamento superior que corresponda, quienes no dudarán en penalizarlos si fallan, negándoles el suntuoso bono de desempeño (que es el componente variable en las remuneraciones que perciben estos profesionales de élite), si no despidiéndolos intempestivamente para colocar a un suplente.

En un país −y tal vez una civilización− que adolece de un sistema robusto de salud mental (TVN emitió hace algunas semanas un capítulo de Informe Especial donde declaraba la salud mental como una “emergencia nacional”), en el que priman el desquite vulgar y anónimo a través de Twitter y, al mismo tiempo, una educación increíble en LinkedIn; en una sociedad en el que la inercia o estacionariedad de la gran maquinaria productiva no puede ser neutralizada suficientemente para evitar la contaminación y el daño medioambiental; o en un sistema en el que el avance de lo tecnológico no va de la mano de un sentido de crítica o no es conducido por las preguntas básicas del por qué y el para qué, se hace necesario tiempo para quebrar esquemas, recuperar la creatividad y preguntarnos si todo este complejo desarrollismo que afecta a nuestra especie sirve en última instancia a nuestros más íntimos sueños. ¿No será tal vez que sólo nos sorbe como combustible, volviendo monótono o amargándonos el cerebro y las expresiones de la faz, haciéndonos desconfiar los unos de los otros y, en suma, envejeciéndonos paulatinamente?

El proyecto de las 40 horas, por supuesto, no va a solucionar el problema, pero sienta las bases para una mayor apertura de nuestra mente y proyectos de vida, para repensar el coloso de hormigón y circuitos electromecánicos que es la sociedad del siglo XXI. En una semana laboral, de las 24 horas del día, contamos con 16 despiertos o conscientes. De ellas, las 9 primeras, donde tenemos la mente en mejor forma, las agotamos en nuestros trabajos cotidianos. Otras 2 o 3 se invierten en el baño y emperifollamiento matutino, el desayuno, el transporte y la comida vespertina. Sólo 4 o 5 horas componen el saldo para la vida personal, para nuestras pasiones. Por lo tanto, restar 5 unidades a las 45 horas semanales equivale a disminuir una sola hora laboral por día. No es tanto, pero es un avance importante, en línea con el promedio de 40 horas de los países miembros de la OCDE.

Por último, tanto el Estado como las empresas son responsables de que esas 40 horas, de llegar a ser efectivas con la aprobación del proyecto de ley homónimo, se potencien a través de combinaciones generosas de los regímenes de teletrabajo y presencialidad, así como por medio de distribuciones opcionales de las horas semanales contratadas (alguien podría desear, en dado caso, laborar una hora más de lunes a jueves, para entonces retirarse a casa al mediodía del viernes).

De la misma manera, es necesario fomentar el ejercicio ético de la libertad adquirida a través de la oferta de programas culturales y de campañas que llamen al uso responsable del tiempo. Por ejemplo, quienes tengan el deseo de invertir su libertad personal en iniciativas sociales −o que tengan un impacto social− deberían poder contar con diversas alternativas (por ejemplo, una lista de industrias donde se destacan rubros con baja inversión, pero que son rentables tanto para el sujeto como para la nación). En otras palabras, es necesario que se aproveche esta instancia para despertar el interés de cada uno por la comunidad, para que se acreciente el compromiso con nuestras democracias, lo que resultará inevitablemente en su fortalecimiento.

Roberto Pizarro Contreras
Ingeniero civil industrial y magíster en Filosofía.