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La Pipa de la Paz

Por: El Mirador de Clorozo | Publicado: 06.11.2022
La Pipa de la Paz |
Lo lamentable es que casi todos aquellos que entonces fumaban hoy ya no fuman. Pero no sólo eso: lo peor es que la mayoría se ha convertido en militante antitabaquista. Me parece muy bien por ellos, pero no tanto por nosotros, los fumadores. Este escenario en el fondo no deja de mortificarme. Pareciera que tengo una inquietante disfunción: no ir acorde con lo que en los determinados tiempos se usa.

Confieso, no con poco bochorno, que soy un fumador. Y, para peor de los males, tardío.

Siendo adolescente, casi todos mis amigos y compañeros de curso ya fumaban, pero a mí nunca me interesó esto de hacer argollitas. Alguna vez pité un cigarrillo, e incluso puedo haber llegado a fumarme uno completo, pero definitivamente nunca me gustó fumar. Parecía claro que en las fiestas tener un cigarro en la mano como por arte de magia le desataba la libido a las chicas. Era un ejercicio de adultez, edad que todos añorábamos.

Fue un grave inconveniente no fumar por entonces. Un tremendo punto en contra. Uno, que no fumaba, para conquistar a la chica que le gustaba, debía inventarse triquiñuelas absurdas para parecer que ya se era una persona mayor y en madurez suficiente como para estas labores. Los primeros compañeros de curso que fumaron eran objeto de una insana envidia puesto que ya parecían mayores y nosotros, los no fumadores, no. Fumar era la visa para salir definitivamente de la oprobiosa infancia.

Pasaron los años y el cigarrillo nunca me interesó. Ya no se trataba de demostrar mayoría de edad, porque entonces la tenía, y por tanto no era problemático no fumar desde ese punto de vista. Pero sí era problemático desde otro: casi todos fumaban y el no hacerlo excluía. Esa fuerte y sentida exclusión social hizo que, en algunas ocasiones, aceptara un cigarrillo, aunque mis pitadas eran torpes porque nunca llegué a aspirar el cilindro humoso por una razón muy simple: no sabía cómo se aspiraba.

A los 24 comencé una relación sentimental que me hizo pasar jornadas de enfumaciones delirantes. En los afanes previos al inicio del vínculo más definitivo en sí, nos juntábamos a conversar con la afectada y, para prolongar esos momentos indefinidamente, pedíamos miles de cafés y fumábamos cientos de cigarrillos. Pero terminados esos largos instantes yo retornaba intoxicado a mi domicilio y jurando que nunca más volvería a ponerme un cigarro en la boca. Era claro: no me gustaba fumar, no era un fumador, y si entonces lo hacía sólo era para disimular mi perturbación en esos ratos en que el placer de permanecer con aquella que me perturbaba constituía un tiempo delicioso.

Sin embargo, recuerdo perfectamente cuando me hice un fumador habitual.

Tenía 27 y llegué a trabajar a un lugar donde el único no-fumador era yo. El espacio carecía casi de ventanas y la ventilación era inexistente. Una gran humareda era lo único que se advertía en ese horizonte. No hice ninguna observación al respecto, porque me parecía que para que mis colegas trabajaran con cierto entusiasmo el cigarrillo les resultaba vital. Eran buenos chicos y pronto establecimos una amable relación. Pero, tal vez debido al humo ambiente, o quizá al renuncio a la autoexclusión, pronto también comencé a fumar. Desde aquella fecha, salvo algunos cortos periodos de abstinencia, no he parado. Es decir: 20 años me avalan como fumador a veces empedernido.

Lo lamentable es que casi todos aquellos que entonces fumaban hoy ya no fuman. Pero no sólo eso: lo peor es que la mayoría se ha convertido en militante antitabaquista. Me parece muy bien por ellos, pero no tanto por nosotros, los fumadores. Este escenario en el fondo no deja de mortificarme. Pareciera que tengo una inquietante disfunción: no ir acorde con lo que en los determinados tiempos se usa. Me ha valido severos reproches. En ocasiones, con rigor me han dicho: ah, lo que tú planteas ahora no corresponde, tal vez más adelante, pero es demasiado atrevido para estos tiempos. Y, por el contrario, otras veces me han reprochado: ah, esa cosa tuya es del pasado, de otra época, eres un nostálgico, de lo que se trata, hombre, es de adecuarse a los tiempos actuales, no te sigas anclando en ideas y costumbres que ya están obsoletas.

Con el hábito de encender un cigarrillo me ha pasado así: llegué tarde y me mantengo, sin considerar que ya es cosa del pasado y muy políticamente incorrecto.

Como se ha hecho tan impopular y excluyente fumar, me exigen explicaciones y absurdamente me veo en la necesidad de argumentar sobre el por qué fumo. Hace unos años debí hacerme un chequeo general producto de un espasmo que un día me pilló de mediolado. Con mi carpeta de electrocardiogramas, test de esfuerzo y otras especias me presenté ante el cardiólogo para que me revisara. El tipo era médico de deportistas, casado con una ex recordwoman de 5.000 metros planos. Luego de revisar minuciosamente los informes vino la pregunta esperada:

–¿Fuma?

–Sí.

–¿Cuánto?

–De diez a quince cigarrillos diarios.

–¿En qué momentos?

Esta última pregunta me sorprendió. Había pasado demasiada interrogación antes de sentenciar el consabido: “debe dejar de fumar”. Contesté:

–Fumo cuando trabajo y en las reuniones sociales.

–Usted es un fumador por hábito, no un adicto –sentenció.

Yo me inquieté y le hice la pregunta que nunca me han hecho:

–¿Quiere saber por qué fumo?

–No me resulta relevante, pero si me lo quiere decir: ¿por qué fuma?

–Por razones de salud –lancé mi argumento–… De salud mental, por cierto.

El cardiólogo, para mi asombro, no se indignó y dijo que no era raro fumar por ese motivo. Él no fumaba, y no podía, como cardiólogo y médico de deportistas, recomendar hacerlo, pero a veces le tocaban pacientes tan neurotizados que sentía la tentación de decirles: usted, para sus problemas cardíacos, debe vivir tranquilo, en paz consigo mismo, y si un cigarrito de vez en cuando le ayuda, adelante pues. No sólo me confesó eso, sino que me planteó que el acto de fumar debía ser una conducta muy propia en el ser humano pues está en todas las culturas ancestrales y siempre fue visto como un asunto religioso, de comunicación con el más acá y con el más allá. No en vano existió la Pipa de la Paz, recordó. Y me hizo recomendaciones varias para que los espasmos no retornaran al cuerpo.

Mi mujer, una vez concluida la faena médica, no podía creer que el médico no me exigiera dejar el cigarrillo y que, al contrario, la consulta hubiera terminado en una conversación sobre lo ancestral en la construcción de relaciones sociales que era el acto de fumar.

Con ella, que no fumaba, concordamos que aquel cardiólogo de deportistas no sólo era un confiable médico sino que además era una criteriosa y reflexiva persona, ajena a los fundamentalismos de moda políticamente correctos. Terminar una sesión de auscultación a los males del cuerpo con un intercambio de opiniones sobre la condición humana y los asuntos del espíritu en estos tiempos es rara cosa. Introducirse en una consulta médica para dialogar acerca del buen vivir y de la condición humana, y no sobre los índices del colesterol, es muy gratificante.

Estuve a punto de proponerle que, antes de irme, nos fumáramos la Pipa de la Paz.

El Mirador de Clorozo
Inquilino de La Dehesa.