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Opinión

El río que no llega al mar

Por: Martín de la Ravanal | Publicado: 07.02.2023
El río que no llega al mar Desembocadura del río Maipo |
El mundo se seca ante nuestros ojos, y la naturaleza entra en un silencio mortuorio, con cada vez menos arroyos, pájaros, bichos y animales que la animen. El colapso puede ya experimentarse como un decaimiento, muy paulatino, pero que agarra velocidad conforme empeora.

A mediados de enero de este año recién inaugurado, medios nacionales informaban que, por primera vez, en aproximadamente 10 años, el río Maipo no alcanzaba a tener la fuerza suficiente para llegar al mar, en su desembocadura ubicada en el sector de Llolleo, San Antonio (https://www.emol.com/noticias/Nacional/2023/01/26/1085003/rio-maipo-no-desemboca-mar.html).

Al parecer en este fenómeno estarían confluyendo una combinación poco feliz de bancos de arena arrastrados por marejadas inusuales, una tendencia a bajas precipitaciones y escasa acumulación de nieve cordillerana y, cómo no, la extracción de agua para el consumo y agricultura de la Región Metropolitana (algunas realizadas ilegalmente) (https://www.eldesconcierto.cl/bienes-comunes/2023/01/28/rio-maipo-la-delicada-situacion-del-rio-que-ya-no-logra-llegar-al-mar.html).

A pesar de las vociferaciones de negacionistas climáticos, conspiranóicos y escépticos de toda laya, la realidad de un sobrecalentamiento global avanza firme, y va de la mano con una crísis hídrica mundial calculada aproximadamente para el año 2030. Los años que vienen parecen augurar sequía, el avance del desierto y la pérdida de ecodiversidad. El documento “Radiografía del agua» (2018), de la iniciativa Escenarios Hídricos 2030, señala un déficit hídrico patente entre Copiapó y OHiggins, relacionado con el descenso de las precipitaciones, baja de la disponibilidad de agua proveniente de pozos subterráneos, aumento de la actividad productiva y el adelgazamiento de los glaciares.

La imagen de un río que no alcanza a llegar al mar es triste, tanto como lo son aquellas panorámicas de bosques consumidos por el fuego o una pradera, antes verde y fértil, convertida en un paisaje reseco y sin vida. ¿Cuánta responsabilidad nos cabe sobre estos fenómenos, en relación a los modos de vida que hemos elegido y nos hemos impuesto colectivamente? “Antropoceno” fue el concepto que echaron a correr el químico atmosférico Paul Crutzen y el biólogo Eugene F. Stoermer para designar una nueva época geológica, donde nuestra especie se ha convertido en la principal fuerza geológica y morfológica del planeta Tierra.

Se trataría de una aceleración sin predecedentes de los procesos químicos, biológicos y climáticos del sistema planetario, producida, al parecer, por la aceleración de las actividades productivas, extractivas y de consumo de nuestra especie.

Todo lo que conocemos como “historia”, “civilización” y “humanidad” floreció en el periodo que denominamos Holoceno. La civilización occidental y la mayoría de las sociedades humanas se desarrollaron en un periodo de “calma climática”, por lo que nuestras concepciones políticas e ideales de vida buena suponen, como una base no explicitada, un cierto “orden climático” estable, regular, y habitable.

Climáticamente hablando nuestro planeta ha sufrido cambios de temperatura drásticos: sin ir más lejos la época que antecede al Holoceno, el Pleistoceno, ha sido descrita por paleoclimatólogos como “jugar al yo-yo, arriba de una montañarrusa, mientras saltas desde el carrito en bungee”. Nuestro planeta tiene una regulación térmica de largo plazo –en concreto, de 20.000, 40.000 y 100.000 años– que depende de diversos factores, entre ellos, de los ciclos de Milankovic (movimientos planetarios de precesión, oblicuidad y excentricidad).

Básicamente esto le da el sentido a la misma palabra clima, que viene del griego klima que significa “modo de inclinarse al sol”. Nuestra existencia depende, cósmica y climáticamente, de nuestra posición respecto al sol. Esta vida “bajo un buen clima” estaría llegando a su fin con la nueva época geológica.

El antropoceno ha funcionado como una suerte de concepto-advertencia que permite replantear la cuestión de la crisis medioambiental y el eventual colapso ecosistémico y, con ello, también, repensar la cuestión de un fin de nuestra especie y una conciencia de “muerte” vertida como el advenimiento agónico de un “nosotros sin mundo”.

Habitamos una época que tiene un tono, un pathos apocalítico. La idea de que todo acabará, y que podemos morir como especie, se ha vuelto un tema habitual en los medios de comunicación y en los medios de entretenimiento (películas, videojuegos, serie, etc.). La naturaleza, pensada en términos generales y abstractos, difícilmente puede desaparecer, pero sí que es posible imaginar un planeta devastado, desértico, una tierra yerma que no ofrece nada para la supervivencia de nuestra especie.

En el capítulo “Por fin solos” del libro ¿Hay un mundo por venir?, de la filósofa Déborah Danowski y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro (Caja Negra, 2019), nos dicen que el mundo puede ir ausentándose poco a poco, como si experimentara una enfermedad degenerativa que se agrava cada vez más. El mundo se seca ante nuestros ojos, y la naturaleza entra en un silencio mortuorio, con cada vez menos arroyos, pájaros, bichos y animales que la animen. El colapso puede ya experimentarse como un decaimiento, muy paulatino, pero que agarra velocidad conforme empeora.

Según Pablo Servigne y Raphaël Stevens, en su libro Colapsología (Arpa, 2020), el colapso ecológico tiene que ver con que alcanzar los límites de recursos agotables (como el agua, por ejemplo) y traspasar fronteras o umbrales que introducen alteraciones graves en los procesos geobioquímicos del planeta (como la presencia masiva de gases efecto invernadero en la atmósfera). Mucho en esto tiene que ver nuestra dependencia de los combustibles fósiles, las tecnologías que lo consumen y los modos de vida que hemos elegido, pero, también, de un modo de producción que incentiva una lógica acumulativa ilimitada, absurda desde el punto de vista de un planeta finito, que tiene límites y fronteras que no conviene rebasar.

Esto, por supuesto, dificilmente puede ser incorporado a un modo de producción capitalista que requiere constantemente echar mano de aquello que Jason W. Moore llama naturalezas baratas como las materias primas, alimentos, mano de obra básica y energías no renovables.

Los recursos hídricos, el agua, califica dentro de esta definición de “naturalezas baratas” indispensables para que se pueda producir a bajo costo, sin asumir las externalidades ecológicas, y que el capital siga su marcha histórica de autoengorde. La sed de ganancia puede ser infinita, pero los ríos, lagos, glaciares y pozos se secan.

El agua no sólo es una cuestión básica para lo económico, sino un elemento de toda vida, una necesidad ineludible de nuestra especie. Con esto decimos una obviedad, pero parece que, por muy obvia que sea, no logra ser tomada en cuenta en nuestras racionalidades económicas ni en el diseño de nuestros estilos de vida.

Un río que no llega al mar constituye un signo de nuestra época, del antropoceno. Es la advertencia de un desecamiento de nuestro mundo, la pérdida de vitalidad de nuestros entornos y sustratos naturales cercados y depredados por tecnoinfraestructuras urbanas titánicas, complejas, interdependientes y expuestas a altos riesgos tecnológicos, que requieren cada vez más del uso de elementos primarios como el agua.

Si dejamos de lado las ensoñaciones de un poder tecnológico para gestionar el clima mediante macroproyectos de geoingeniería, el colapso inminente se parece más a un fin del mundo lento y sigiloso, como la espera de una muerte anunciada, asumida e irreversible, anticipada por una vida que se empieza a paralizar, a enmudecer, y abandonarse a sí misma.

Esta noticia llega en verano, cuando hordas de turistas nacionales e internacionales se lanzan a esteros, playas, bosques, montañas, lagos y roqueríos, dejando una estela de selfies, parlantes a todo volumen, envases de plástico, colillas de cigarrillos, pañales y papel higiénico usado, latas de cerveza, fogatas mal apagadas, flora destruida y fauna perturbada.

En esta vida del capitalismo tardío hemos convertido nuestra experiencia de lo natural no en un signo de respeto, aprendizaje y admiración, sino en algo que podemos explotar para el disfrute narcisista consumista: desde un hotel de lujo en medio de una reserva ecológica, una fiesta neohippie en algún recóndito lugar paradisiaco del sur, una aventura outdoor para “reconectarnos” con el yo auténtico, una escapadita para divertirnos con amigos en medio de un entorno natural, como otro acto de “placer” a la mano de quienes pueden pagarlo y disponer de un tiempo fuera del apartamento y de la oficina.

Solemos pasar por alto, también, que hay personas que no gozan de vacaciones, que deben trabajar 24/7 los doce meses al año, o que no les alcanza para poder descansar fuera de la ciudad, y que, por lo tanto, toda esta bella vida al natural es algo que sólo ven por fotos.

Finalmente, están esos millonarios y miembros de las élites empecinados en conservar santuarios naturales, atizados por la mala conciencia y las ganas de privilegio, que pretenden conservar esos paisajes apartándolos de la chusma inconsciente, por la via de convertirlos en propiedad privada. Sin embargo, este ecologismo de cartón no alcanza a motivarlos a cuestionar el modo en que su posición contribuye a un sistema global que consume vorazmente energías, información y materias primas, mientras reparte injustamente los bienes y beneficios que se generan.

De los pueblos que se quedan sin agua, de las tierras que ya no son fértiles, de los bosques que retroceden y de los glaciares que se derriten, no se habla cuando se toma la naturaleza como objeto de “paseo” para el simulacro de nuestro falso amor por lo natural. Y un debilitado río Maipo, que no puede llegar al mar, necesita que le construyan una zanja con maquinaria para poder sellar su camino.

Nada parece calar nuestra conciencia, al estar embriagados de una cultura que redujo la naturaleza a objeto, y que tomó, sin reflexionar demasiado, el estilo de vida de la urbe como modelo, la dominación de la naturaleza como estandarte, y el clima del holoceno como elementos fijos de nuestra concepción de la vida y la felicidad. Cómo modificar esa conciencia es, quizás, el problema ético, político y pedagógico más grande que tenemos por delante.

Martín de la Ravanal
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.