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Opinión

El mal y la mentira: A 50 años de distancia

Por: Esteban Celis Vilchez | Publicado: 31.07.2023
El mal y la mentira: A 50 años de distancia Cartel roto preguntando por detenidos desaparecidos | Agencia Uno
Si todavía hay gente justificando el golpe, excusando a Krassnoff, y que sigue considerando a Pinochet un estadista y no un ser perverso; si todavía, como sociedad, creemos que las pensiones y la seguridad social son un problema de dineros personales que queremos heredar y no un asunto de amor que nos lleve a cuidar a nuestros compatriotas más débiles, quiere decir que la dictadura hizo bien su trabajo y nos contagió su maldad. ¿De verdad ganó? ¿Seremos insensibles, narcisistas, individualistas y competitivos?

Morgan Scott Peck, un reconocido psiquiatra norteamericano nacido en 1936 y fallecido en 2005, es el autor de varios libros que suelen calificarse de “autoayuda”, en particular “La nueva psicología del amor”. De todos sus libros, en lo personal, me parece alucinante el que se titula “El mal y la mentira”, en una edición de Emecé bastante difícil de encontrar (People of the lie, en inglés).

Es un libro notable en muchos sentidos. Aunque no comparto esa fe en la divinidad de Scott Peck, no puedo dejar de reconocer la agudeza con la que analiza el tema de la maldad humana. Comparte –respetando el anonimato, obviamente– casos de pacientes en donde el actuar malvado se despliega sutil o burdamente. Asombra y angustia el maltrato a hijos que algunos padres prodigan. E impacta el análisis de la masacre de My Lai, durante la guerra de Vietnam, como ejemplo de la anulación del individuo que se somete al comportamiento malvado de un grupo.

Creo, sinceramente, que nadie debería dejar de leer ese libro, especialmente con la idea de juzgarse a sí mismo. Pero el autor es claro: si bien hay que ser cuidadosos al juzgar a otros, juzgar sus actos es necesario; y juzgar los actos propios es, acaso, más necesario aún.

En un mundo que pretende relativizarlo todo y convencernos de que cada cual puede vivir como se le antoje, aunque dañe a otros, es valiente la tesis del autor: la maldad humana existe y existen también “los malos”, los sujetos “malvados”. Eso lo sabíamos desde siempre. Nos parece que Hitler o Stalin rebosaban maldad y se distinguían por su insensibilidad e indiferencia ante las víctimas de sus cámaras de gases y de sus gulags. Sí, claro, ellos son malos. Por suerte son seres lejanos, que nada tienen que ver con nosotros.

Pero, a medida que ese juicio debemos hacerlo con respecto a nuestro círculo más cercano, nuestra capacidad de juzgar comienza a relativizarse. Para muchos, Osvaldo Romo era un perverso, pero un perverso-loco, un excéntrico, un desajustado incluso para una dictadura. En cambio, Pinochet era, para muchos, un “estadista” y se lo considera, por gran parte de la derecha, como un hombre que contribuyó al crecimiento de Chile, que hizo cosas buenas, “aunque tuvo sus defectos”. Muchos lo admiran y le profesan afecto.

Reconocer la maldad profunda y evidente de un mandamás absolutista que lideraba una maquinaria estatal de tortura y que asesinaba incluso a niños se convierte en un ejercicio casi imposible para, digamos, un republicano seguidor de Kast. Y para Kast, por cierto.

Por eso no me asombra que personas como el diputado Jorge Alessandri digan que “justifican el golpe”. Parece que no ve –o finge no ver– la maldad evidente de los “extirpadores del cáncer marxista”. En 1973 ya había dictaduras en Latinoamérica y todas mostraban lo obvio: asesinatos, torturas, desaparecidos. Justificar un golpe en ese entonces, y hacerlo hoy, significa dar por bueno lo perverso.

Cuando el fallecido expresidente Patricio Aylwin declaró que actuaría del mismo modo en que lo hizo en 1973, es decir, contribuyendo de modo sustancial al callejón casi sin salida al que empujó al gobierno de Salvador Allende (digo “casi”, porque la salida era un plebiscito que anunciaría el presidente en la Universidad Técnica del Estado ese mismo 11 de septiembre), reveló la soberbia propia de todo narcisista. En lugar de reconocer con humildad un error o un actuar reprochable, que contribuyó de modo relevante al golpe y a lo que pasaría obviamente después de él, prefiere insistir en la bondad de su conducta. Pedir perdón lo excedería, aunque lo habría enaltecido.

Y en lo institucional, cuando la Democracia Cristiana sigue sin reconocerse como lo que fue, es decir, un partido golpista junto a la derecha más dura y en armonía con el Partido Nacional, no hace el duro ejercicio de pedir perdón y sanarse y sanar. Prefiere decir que “no imaginó” lo que venía, afirmación que, ya lo he dicho, es muy poco creíble.

Prefiere insistir en el hipotético, presunto e imaginado totalitarismo en ciernes del gobierno de Allende y presentarse como la defensora de una democracia amenazada por los comunistas. Todo esto para explicar que siguen siendo buenos, pese a apoyar el advenimiento de una dictadura nada de hipotética y cuyos actos sanguinarios y atroces no podían no ser previstos por personas inteligentes, como Aylwin o Frei Montalva.

Por su parte, el diputado Jorge Alessandri dirá que “ama los derechos humanos”, que justifica el golpe, pero no lo que pasó después. ¡Pero es que jamás ha habido un golpe de Estado donde no haya pasado “lo que pasó después”! Pretender separar lo inseparable para tratar de parecer una persona buena que no aprueba también lo que necesariamente se sigue de un golpe cuando aprueba el golpe mismo, es un acto por el cual se pretende engañar a quienes lo escuchen. Es el truco retórico, la habilidad para parecer lo que no se es. Los golpistas no aman las democracias. Las toleran un poco mientras no se pongan demasiado igualitarias ni amenacen privilegios.

Cuando Scott Peck caracteriza a la persona malvada le atribuye tres rasgos muy distintivos: el narcisismo agudo, la constancia o perseverancia en su maldad y la mentira como forma de lograr sus objetivos.

En Chile, digámoslo sin adornos, la gente y las instituciones se aman demasiado. Hay un narcisismo individual e institucional. ¿Las Fuerzas Armadas han pedido perdón en serio? No. Ni siquiera han entregado datos para ubicar los restos de los “desaparecidos” que ellos “desaparecieron”.

Despidieron con honores a Pinochet y en 2019 mostraron con claridad que los derechos humanos les parecen una nimiedad. ¿Ha pedido perdón el Congreso por su contribución al golpe? No. No lo hará nunca como institución. Preferirá guardar silencio y victimizarse. ¿La Corte Suprema pedirá perdón por su servilismo y por los que murieron y desaparecieron en parte y también por el rechazo masivo e inmoral de los recursos de amparo? No, y no lo hará nunca. Dirá que se hizo lo que se pudo, que los jueces aplican la ley y enarbolarán otras excusas frágiles que poco tienen que ver con la justicia.

¿El Estado chileno pedirá alguna vez perdón por el despojo y robo de sus tierras a los mapuches? No, no lo hará. Y jamás les devolverá sus tierras. Es que tanto amor a sí mismas les impide a las instituciones siquiera ver el dolor que han causado, de modo que menos aún pedirán perdón.

Y han sido y serán constantes en su maldad. Tras 50 años, podemos dar fe de ello.

Los golpistas mintieron y seguirán haciéndolo, explicando lo inexplicable, inventado historias espeluznantes, como el Plan Z o los enfrentamientos montados que luego La Segunda titulaba con el famoso “Exterminados como ratones”.

Pero todos mentiremos: los “jaguares”, la “meritocracia”, “el oasis”. Pero la verdad es otra: la gente sigue endeudada; la vivienda sigue siendo inalcanzable; un problema de salud serio sigue arruinando a las familias o condenándolas a que vean a los que aman extinguirse por no poder pagar remedios, tratamientos u operaciones; la educación sigue dejando a los amigos “pateando piedras” mientras otros estudian en colegios donde se puede practicar polo; las cárceles siguen abarrotadas de pobres mientras los ricos toman clases de ética; seguimos hablando del abandono de nuestros viejos y dándoles pensiones miserables (una pensión garantizada universal que aspira a llegar a los $ 256.000); nuestros discapacitados, a los que nuestra conciencia cínica prefiere llamarlos “personas con capacidades diferentes” para dormir mejor, siguen abandonados y solo se les reconoce para dar espacio al espectáculo comercial de la Teletón.

Nos mentimos todo el tiempo. Ver nuestro desastre, nuestro nivel de egoísmo e indolencia, nuestra ausencia de amor, en suma, nuestra maldad, es muy difícil. Somos malvados y nos amamos.

Y así, presidirá el Senado un Juan Antonio Coloma que fue entusiasta partidario de la dictadura y que ahora juega a la democracia mientras esta le asegure exposición, una buena dieta y no ponga en riesgo los privilegios de los pocos al mismo tiempo que mantiene a los muchos en su precariedad. Y nuestros niños seguirán sin atención médica ni educación en serio; crecerán pobres y marginados y esperaremos a que, como es previsible, delincan, para luego encerrarlos y olvidarlos. Y nuestros viejos seguirán muriendo en la pobreza y con pensiones miserables. Eso es lo que hacemos. No nos cuidamos unos a otros. No nos interesa.

Si todavía hay gente justificando el golpe, excusando a Krassnoff, y que sigue considerando a Pinochet un estadista y no un ser perverso; si todavía, como sociedad, creemos que las pensiones y la seguridad social son un problema de dineros personales que queremos heredar y no un asunto de amor que nos lleve a cuidar a nuestros compatriotas más débiles, quiere decir que la dictadura hizo bien su trabajo y nos contagió su maldad. ¿De verdad ganó? ¿Seremos insensibles, narcisistas, individualistas y competitivos?

O nos miramos en el espejo y vemos nuestro rostro desagradable para empezar un cambio o seguiremos siendo el mismo país horrible donde podemos sentirnos enemigos unos de otros. Uno de los primeros pasos en nuestra sanación sería reconocer el golpe como el triunfo de la violencia de los abusadores que no quisieron buscar salidas pacíficas. ¿Qué no las había? Otra mentira más. El que de verdad las quiere siempre las puede encontrar.

Empezar a avergonzarnos de la sociedad que hemos creado y de las enormes deudas que seguimos sin pagar, sobre todo para con nuestros niños, nuestras mujeres y nuestros ancianos, es lo único que nos puede sanar. Por ahora, la larga sombra de la dictadura parece triunfar en un país donde el partido Republicano es aquel con el que más se identifican las personas, según la última encuesta CEP.

Disculpen mi desencanto de estos días.

Esteban Celis Vilchez
Abogado.