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Opinión

Creo que no me va a gustar

Por: Esteban Celis Vilchez | Publicado: 28.08.2023
Creo que no me va a gustar Consejo Constituyente | Agencia Uno
En la gran cocina de la convención, digamos que las creencias son los ingredientes y que el grupo mayoritario que la controla es el cocinero. Las creencias e ideas republicanas son bien malas y con una densidad intelectual bastante mediocre, en mi humilde opinión. Y el cocinero es un abierto partidario de las dictaduras y muy proclive a destruir palacios presidenciales cuando la democracia va por donde él no quiere y las mayorías contradicen su visión. De todos modos, al menos yo, esperaré a que esté servido el plato para hablar de él con mayor propiedad. Pero si los ingredientes son malos y el cocinero está dispuesto a hacer saltar la cocina por los aires si es que se le contradice, admitamos que la cena en el restaurante viene muy mal aspectada.

No hay misterio alguno en el hecho simple y sencillo de que la nueva propuesta de Constitución llevará el sello indeleble del partido Republicano. Podemos despedirnos de una propuesta progresista. Alguien me dirá que, antes de emitir este tipo de juicios, deberíamos saber qué significa “ser progresista”.

Para un espacio tan reducido como este sólo puedo esbozar, en términos muy gruesos, lo que yo entiendo por “progresismo”, entendimiento que, seguramente, muchos cuestionarán.

El progresismo, me parece, al menos considera los siguientes aspectos: el reconocimiento de derechos amplios e igualitarios a las mujeres en todos los órdenes de su vida social, combatiendo todo tipo de discriminación, brechas de género o desconocimiento de sus derechos reproductivos y sexuales; la inclusión amplia y alegre de las minorías étnicas y sexuales y la integración eficiente de personas con discapacidades de cualquier clase (o con “capacidades diferentes”, como se prefiere decir hoy); la comprensión de que hay sectores de nuestra vida en común que no pueden estar regulados por el lucro y la competencia, sino por un sentido de solidaridad y valorización del bien común; el juicio claro sobre el actual modelo capitalista como uno que causa sufrimientos, segregaciones y desigualdades inaceptables y que debe ser reemplazado estructuralmente por un sistema económico que, cuando menos, considere derechos sociales y económicos mínimos garantizados para todos; la admisión de que el acceso a la vivienda, a la salud, a la educación y a la seguridad social deben ser derechos efectivamente garantizados por un Estado que debe poseer los recursos necesarios para proveerlos con una calidad razonable y en montos que aseguren una vida digna; el compromiso serio con el desarrollo sustentable y la protección del medio ambiente y el sistema ecológico; la manifestación, en las palabras y en los hechos, de una irrestricta adhesión a la democracia como mecanismo de resolución de conflictos y diferencias sobre el modo de organizar la sociedad, en conjunto con una adhesión sin reservas ni matices a los derechos humanos de toda persona como limitación infranqueable de toda actividad estatal, todo lo cual necesariamente conduce a una condena sin ambages del golpe militar de 1973 y de la dictadura que lo sucedió; la elaboración de estrategias para enfrentar la delincuencia que protejan, en lo inmediato, a sus potenciales víctimas, pero que no olviden los riesgos de la delincuencia estatal y que, por ende, la prevengan respetando los derechos humanos de los imputados; el convencimiento de que, en todo caso, el verdadero combate a la delincuencia es un combate contra la desigualdad, la falta de oportunidades y la pobreza. Un progresista, al menos del tipo que yo seguiría, valora de igual modo la libertad y la igualdad, a las que no hace competir, sino que las observa como complementos que se suponen y necesitan recíprocamente.

Es una síntesis, la anterior, seguramente incompleta y que requiere precisiones, pero me parece suficiente para demostrar lo lejos que estas aspiraciones se encuentran de la órbita de quienes hoy están en amplia mayoría en la convención.

Porque sabemos que los republicanos no aman la diversidad, sino la uniformidad y, sobre todo, los uniformes; sabemos que discriminan a las familias que no responden a su estándar único de matrimonios heterosexuales, a las que, ciertamente, buscan premiar en su nueva Constitución; sabemos que son más bien xenófobos y que alientan el militarismo en lugar de la integración latinoamericana; tenemos claro que solo aman los derechos humanos de su sector y de aquellos que consideran que son como ellos, a la vez que los derechos humanos de las minorías étnicas, de las disidencias sexuales, de aquellos a quienes califiquen de delincuentes –tras desmantelar las garantías del debido proceso– o de eventuales opositores políticos no les importan en lo absoluto; sabemos que ven a las mujeres como seres inferiores, que ante todo deberían quedarse en casa y cuidar a los niños y a los ancianos; sabemos que sienten debilidad por los militares, pues les parecen los llamados a mantener este orden con el que sueñan y garantizar la seguridad de ese mundo que quieren imponer; sabemos que son negacionistas y que esperan una sociedad que reivindique una dictadura cívico-militar asesina y relegue, por fin, a todos los sobrevivientes de su persecución y a todos los familiares de sus víctimas al silencio y al olvido.

Por eso pretenden, por ejemplo, que los tratados internacionales de derechos humanos tengan un rango inferior a la Constitución. Así podrían quedar libres para desconocerlos “constitucionalmente”, cuando sea necesario. Una franca tontería jurídica que debiera sonrojar a quien, siendo abogado, se atreviese a proponerla. Y un abierto espacio para poder repetir las atrocidades, que debiera sonrojar a quien, siendo una persona, se atreviese a sugerir.

Solo mamíferos bípedos y parlantes con deseos de atropellar la dignidad de los demás se sienten incómodos y atrapados por el derecho internacional de los derechos humanos. Los demás, en verdad, nos sentimos muy a gusto reconociendo que la legislación interna de cada país, incluida su Constitución, no puede desconocer esos tratados. Yo desconfiaría de ese tipo de propuestas porque sin duda solo las pueden formular personas con el totalitarismo y la intolerancia en su ADN.

Pues bien, este partido republicano está compuesto por muchísimas personas a las que la violación de los derechos humanos durante la dictadura militar no les produjo la más mínima molestia; más aún, está compuesto por muchísimas personas que niegan que hayan existido esas violaciones, que hubiesen extendido el mandato de Augusto Pinochet por más tiempo o que, incluso, volverían a apoyar el asesinato y la tortura de los opositores a sus ideas si les parece necesario. Algunos lo harían por sí mismos, con entusiasmo. Por eso es tan natural que planteen una enmienda como la que estamos analizando. Pase lo que pase con esta estrafalaria propuesta, cuyo fracaso espero, dejará a salvo el espíritu de una Constitución que nace despreciando el respeto a los derechos humanos. Esa es su impronta.

En esta lógica conservadora-maniquea presidida por la intolerancia, el partido preponderante en la convención se yergue como el defensor de la vida del que está por nacer. Una actitud rayana en la esquizofrenia si se piensa en el desprecio abierto que sus militantes y simpatizantes mostraron siempre por la vida del que ya había nacido y fue víctima de la dictadura que apoyaron con entusiasmo.

No les importaba la muerte ni la tortura ni siquiera de mujeres embarazadas o de niños. En cambio, esta obsesión enfermiza por el cigoto –acaso porque un cigoto nunca es comunista, sindicalista, huelguista o progre– se basa, en buena parte, en el fundamentalismo religioso de los militantes y simpatizantes de este partido, apegados a la idea de un Dios que impone el deber de no interferir en sus envíos de almas a la Tierra. Esas convicciones por mágicas y medievales que sean, pueden ser respetadas, pero no impuestas a los demás.

Sin embargo, el problema es que los amantes de las dictaduras –y el partido Republicano amó la dictadura de Pinochet y la recuerda con sentida nostalgia hasta hoy– no se complican con el tema de imponer visiones o sistemas a los demás. Las opiniones de otros les dan igual, pues basta con suprimirlas, muchas suprimiendo directamente a quienes las tengan.

¿Hay mucha disidencia? Para eso está la tortura. ¿Quieren ser mayoría e implementar un sistema socialista? Ahí siguen nuestros tanques y nuestros aviones, listos para destruir de nuevo La Moneda, si es necesario. De lejos eso sí, ojalá desde el aire, no vaya a resultar peligroso para los valientes soldados. ¿Son más inteligentes, tienen mejores argumentos y nos derrotan en las elecciones? Para eso están los golpes de Estado, que seguimos reivindicando 50 años después y justificando con todo tipo de excusas.

En la gran cocina de la convención, digamos que las creencias son los ingredientes y que el grupo mayoritario que la controla es el cocinero. Las creencias e ideas republicanas son bien malas y con una densidad intelectual bastante mediocre, en mi humilde opinión. Y el cocinero es un abierto partidario de las dictaduras y muy proclive a destruir palacios presidenciales cuando la democracia va por donde él no quiere y las mayorías contradicen su visión.

De todos modos, al menos yo, esperaré a que esté servido el plato para hablar de él con mayor propiedad. Pero si los ingredientes son malos y el cocinero está dispuesto a hacer saltar la cocina por los aires si es que se le contradice, admitamos que la cena en el restaurante viene muy mal aspectada.

Honestamente, creo que deberemos ir en busca de un tercer restaurante. No de color amarillo, eso sí, porque las amnesias, los negacionismos y la tibieza nunca hablan bien del cocinero, que solo alcanza el estatuto de Chef si mezcla los sabores sin traicionar los alimentos y sin mentirle nunca a los comensales.

Esteban Celis Vilchez
Abogado.