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Comunismo

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 03.10.2014

MV: La palabra comunismo se ha puesto nuevamente a circular en el mercado académico global. Estigmatizada por unos, celebrada por otros, ella sirve de pretexto para un conjunto de operaciones que buscan con mayor o menor suerte producir un cambio de terreno en el ámbito de las prácticas intelectuales. Sin duda, la geografía política, el estado de la lexis, las máquinas semióticas que organizaban tiempo atrás la materialidad de la palabra no son ya las mismas, ni tienen la misma efectividad. Hoy no solo el decorado ha cambiado, sino que la misma noción de horizonte ha terminado por revelarse ilusoria al momento de señalar la puntualidad de una existencia. La línea ha sido desplazada por el punto. La historia parece no Miguel foto - Version 2reconocerse en la figura del espectador, sino en el incendio y la catástrofe de una vida dañada. El comunismo como consigna ha perdido toda obligatoriedad social, ya no hay presupuestos que sostengan el agenciamiento de sus enunciados-actos. Y sin embargo, en tanto herederos infieles de su palabra traicionaríamos nuevamente su legado sino interrogáramos de entrada la plusvalía obtenida en la producción de su signo-enunciado. ¿Qué se puede esperar de aquellos y aquellas que invocan su palabra? ¿Qué se puede pensar bajo el nombre o la idea comunista? ¿Qué se puede hacer? ¿Qué hacen aquellos y aquellas que se declaran comunistas? De evidente signo kantiano, estas cuestiones organizan todo un programa y una política de intervención que hoy deberíamos cuidarnos de abordar sin precaución. Pues, cabe preguntarse si no convendría primero comenzar por la economía política que subyace a estas cuestiones, si no convendría examinar antes de cualquier movimiento la economía de la ruina que ha hecho del comunismo una consigna posible e imposible a la vez. Habría que comenzar pues por estas cuestiones. Las más urgentes, las más odiosas. Aquellas que dirigen cursos y discursos, que organizan clientelas académicas, que dan lugar a pequeñas o grandes alianzas interuniversitarias, que distribuyen honores y pequeñas fortunas entre los aspirantes a la globalización, a lo que en nuestros días se conoce como profesores globales (los llamados global professor). Sin duda, para una razón de izquierda que nunca habría que desatender, la cuestión del comunismo, de su ruina, de su archivo, no es menor. Subyace a esta preocupación la vieja sospecha leninista de que no puede haber teoría revolucionaria sin movimiento revolucionario. Es una consigna, por cierto, una consigna leninista que impone al pensamiento coordenadas semióticas, jerarquías, órdenes. Gilles Deleuze y Félix Guattari advirtieron tempranamente que la unidad elemental del lenguaje es la consigna. Todo enunciado es ya una consigna, un bando, una instrucción. En este sentido, la palabra comunismo no es más que una consigna entre otras, una consigna que más allá de su credibilidad o veracidad busca ser obedecida y retenida. Es sabido que Lenin en plena Revolución de Octubre dedicó un tiempo que no tenía a pensar el problema de la consigna. La revolución, el comunismo, demandaba esta demora, la imponía como una vacancia necesaria en la urgencia del momento. En Mil mesetas, Deleuze y Guattari dedican algunos pasajes alucinantes al ensayo de Lenin sobre la consigna. Llamamos consignas, escriben, a la relación de cualquier palabra o enunciado con presupuestos implícitos, es decir, con actos de palabra que se realizan en el enunciado, y que solo pueden realizarse en él. Las consignas no remiten, pues, únicamente a mandatos, sino a todos los actos que están ligados a enunciados por una “obligación social”. No hay enunciado que, directa o indirectamente, no presente este vínculo. Ahora bien, en la vuelta del comunismo no debemos observar únicamente un efecto de redundancia. El comunismo como palabra, como consigna, no es en nuestros días la instrucción o el comando a seguir para resolver todos los problemas de la izquierda. El comunismo, la palabra comunismo, nombra, por el contrario, un problema, un cierto impasse interno a la lógica performativa de la consigna izquierdista. No es un azar, pues, que Bruno Bosteels inscriba en exergo en la introducción a The Actuality of Communism (2011) aquella sentencia de Marx, retomada por Zizek, que observa en este nuevo retorno de la consigna una farsa, un problema a pensar. De igual modo, no es extraño que Jodi Dean abra su The Communist Horizon (2012) problematizando el mismo término de horizonte. La pregunta “¿qué hacer?” ya no puede desplegarse en toda su potencia sin un horizonte. Mientras estaba contenida en los límites del proyecto moderno, que son todavía los límites de Kant y Lenin, la consigna comunista tenía o presumía una cierta idea de hombre, de revolución, de finalidad o de adecuación final. Por todas estas razones, en tanto participes de un comunismo sin partido ni movimiento, debemos mostrar cierta activa indiferencia ante este nuevo retorno del comunismo. Un retorno alejado de las masas, sin la orientación de la práctica revolucionaria, no puede presagiar otra cosa que un gran temblor de tierra, un cataclismo que amenaza con destruir los cimientos mismos del lenguaje.

Marx rojo

OAC: Hay un comunismo discursivo o lexical que sin duda ha vuelto en el ámbito académico y, más específicamente hablando, ha vuelto como discurso filosófico, pero, quizás, aún demasiado universitario.De manera que como palabra regresa para volver a comenzar y sobre todo para ser acogido desde la hospitalidad de la relación entre pensamiento y política. Se trata de un nuevo comienzo que si bien tiende a la consigna —tal como propones aquí siguiendo a Deleuze y Guattari— no se agota en ella. La palabra no termina por consagrarse en el deseo y produce todo tipo de resentimientos debido a que está manchada por la infamia y desaciertos de los partidos comunistas que bajo el paraguas del estalinismo y de las prácticas burocráticas apresaron la palabra en la forma doctrinaria de una morfología de la historia. Dirás que el comunismo como palabra ha vuelto media estrangulada por sus viejos y nuevos detractores, le falta oxígeno para que pueda respirar sin consignarse a la relación puramente comercial y circulatoria que caracteriza el discurso universitario hoy.Pienso queel léxico en el cual emerge la pregunta por el comunismo o incluso por su condición incorpórea en tanto clamor de justicia social. Lamentablemente, el comunismo como discurso universitario no ha encontrado la astucia leninista de inventar un sujeto, una clase política, tal como lo hizo Lenin y la Internacional comunista con la consigna ¡proletarios del mundo uníos!Esta consigna Oscar fotopareciera no carecer de actualidad y, sin embargo, le falta la afectividad que le dio el leninismo. No tiene, digamos, la potencia como para agenciarse en la famosa frase de Spinoza “uno no sabe de lo que es capaz un cuerpo”. La palabra comunismo carece de consignas, es decir, el incorpóreo lingüístico y le falta el cuerpo en tanto materialidad de los agenciamientos políticos. Sin embargo, hay algunas propuestas de consignas, el título del libro que mencionas de Bosteels es el incorpóreo lingüístico y, por lo tanto, el llamado a considerar que la palabra no carece de actualidad. Lo mismo ocurriría en la periferia chilena con libros como los escritos por Carlos Pérez Soto, libros que han adelantado muchas de las tesis propuestas por cierto retorno del comunismo en la academia norteamericana desde una temprana y hostil atmósfera de “izquierda”, para no mencionar a la “derecha”, que sigue elevando consignas biopolíticas tipo “el comunismo, cáncer marxista”. El énfasis orillero de la actualidad del comunismo aún no se convierte en archivo para la academia Norteamérica, pero te aseguro que está en ello y que hará aparecer desde olvidados nombres hasta los más populares como ha ocurrido con cierto boom de Bolívar Echeverría. Esto me parece extraordinario y habría que exigirle más a los “global professors” que tienen situaciones de holgura y gozan de enormes privilegios, pero también es cierto que a la mayoría de los investigadores del “primer mundo”, a la mayoría de los que has llamado aquí “global professors” lo único que les interesa es el prestigio y la competencia académica (neo)liberal internalizada en sus patrones conductuales desde hace más de cuarenta años. Se trata de pequeñísimos grupos que se autolegitiman deslegitimando el trabajo de otros, ejerciendo violencia simbólica entre ellos, buscando el goce de un mini poder que perpetua la cultura (neo)liberal desde lo más íntimo de la subjetividad. En este ambiente de los “global professors”, el libro y el trabajo en general de Bruno Bosteels —el cual conozco más que el de Jodi Dean— me parece un destello, una bocanada de aire fresco capaz de agenciarse y de tomar riegos que comprometen la relación entre pensamiento y política. Sin comprometer esta relación el propio futuro de las humanidades en cualquier parte del globo está al borde de su Apocalipsis. Pero esto es un tema que deberíamos tocar en otro momento porque sería muy importante discutirlo sin volver a la estúpida diferencia entre los del norte y los del sur, aunque en lo personal siempre prefiera más a los intelectuales del sur, a la “teoría crítica desde la periferia” como han valientemente insistido nuestros amigos mexicanos. La palabra comunismo, en cualquier caso, es irrenunciable en la medida en que ella trama la condición de imposibilidad de un otro modo de ser que del capitalismo. Hay sin duda un comunismo del lenguaje y que hemos de alguna forma hablado en la primera palabra con la que iniciamos estos diálogos. El comunismo del lenguaje de hoy es información, descripción, mandato, organización de los cueros, es decir, es el lugar donde lo común es retirada por la fuerza del habitus y de los afectos mediados por dispositivos de dominación cultural. Efectivamente, el lenguaje de la actualidad del capital es la consignación del habla en el valor de cambio y, así, en la cultura desenfrenada de la naturalización de lo propio como lenguaje enajenado en las formas mercantiles de existencia.La “destrucción” del lenguaje ocurre de manera cotidiana en la inmediatez de los signos y gestos que componen la mundaneidad cerrada de las relaciones entre cosas y cosas. El lenguaje de lo común, el lenguaje del comunismo abierto a la condición del “estar en común” se realiza en esa magnífica consigna que aparece, si no me equivoco, en una de las bagualas de Atahualpa Yupanqui que dice más o menos así: “porque en mi tierra un asado es de todos y no es de naide”.Estelenguaje del comunismo, lenguaje del “estar en común” es el que ha sido destruido no sólo por el triunfo de la articulación de la economía y de la producción del control de los cuerpos, sino también por la falta completa de la palabra que compromete al pensamiento con la política.Por supuesto, hay paradojas interesantes en esta destrucción. Por ejemplo, el hecho de que el capitalismo es una espectacular máquina de liberación y producción de lenguajes. Esto es algo muy impresionante porque no es cierto —a pesar de lo que piensan algunos lectores de Deleuze & Guattari— que el capital ahoga multiplicidad de lenguajes. Por el contario el capital libera la multiplicidad de lenguas que operan produciendo mercados y regímenes de ganancia a partir de un régimen de ganancias basado en la plusvalía de signo. Por lo mismo, pienso que el punto aquí no es la condena moral del mercado como lugar de reificación del lenguaje, sino el hecho de que la multiplicidad de lenguas que articula el mercado no tiene filosofía y, por lo tanto, el pensamiento de lo común, más allá del discurso universitario, está desde dentro de las perversiones de la espectacular máquina de producción de multiplicidad controlada y administrada desde los espacios del mercado. Esto es algo increíble y, por supuesto, creo que el capitalismo actual ha ido más allá de la denuncia y descripción que se puede encontrar en El hombre unidimensional (1964) de Herbert Marcuse. Para una de las más brillantes cabezas de la Escuela de Frankfurt el lenguaje había sido castrado por su conversión en lenguaje operacional, es decir, reducido a lenguaje de consigna, pero sin el alma de la política revolucionaria o de la poesía que desestabiliza y descentra la barbarie del trabajo capitalista en la cual la pensatividad se enajena. El operacionalismo era para Marcuse el lenguaje de la sociedad del control unidimensional. A diferencia de la sociedad que describe Marcuse, las sociedades del capitalismo actual están fuertemente constituidas por una tendencia a la multidimensionalidad de las formas del lenguaje. Esto se expresa en una apertura, precisamente, a la multiplicidad de consignas que con-forman modos subjetivos desplegados en la inmanencia de trabajo de signos y gestos administrados por máquinas de producción cultural. Si pensamos en todas las
instituciones que componen el capitalismo la más parecida a la multiplicidad administrada por el lenguaje del mercado es la institución universitaria y específicamente la academia norteamericana. En ella los saberes de la diferencia, los despliegues de la multiplicidad son coaptados, mapeados y organizados para la educación moral y, así, para lo que Marcuse en la década de los sesenta identificó como tolerancia represiva.Lo que se enseñas es en cinismo de lo que todo esta permitido salvo la idea de que hay una Idea que podría desnaturalizar un mundo naturalizado según patrones de educación cultural que sostiene la vida sin vida en común de las consignas del capital.El espacio universitario dominado por el discurso del pluralismo liberal, por la tolerancia represiva, por los dispositivos de control perverso de la productividad, por las competencias agonales, por el fomento de narcisismos patológicos, etc, etc. es, sin duda, el más parecido a la “lógica formal” de las operaciones de lenguaje que operan en el mercado capitalista. El espacio de la Academia Norteamericana, por ejemplo, padece no sólo la represión solapada de sus académicos, sino que este padecimiento se ejerce entre los propios colegas; el control es postedípico porque no requiere de ninguna instancia molar para ser ejercido. La violencia que de alguna manera alegoriza Ricardo Piglia en su novela La Ida (2012) es micropolítica, soterrada y hablando en términos estrictamente freudianos siniestra, es decir, en dos segundo lo familiar se te vuelve extraño.   Pues bien, el hecho de que no haya lenguajes de lo común que funcionen desde los múltiples lugares de articulación de lo social quiere también decir que la palabra comunismo si bien es parte de un negocio académico, al mismo tiempo, no lo es en la medida que la palabra sigue dando cuenta de una ausencia en el plano del “estar en común”. El comunismo es también una palabra maldita, una palabra no universitaria desde el momento que reclama su legitimo derecho a formar parte del discurso filosófico en las inmediación de una universidad que se niega a pensar más allá del horizonte liberal. Por otro lado, no podemos olvidar que la palabra comunismo está a las operaciones de genocidas de los gobiernos norteamericanos. La erradicación del comunismo está vinculada a los asesinatos y genocidios que la Casa Blanca y el Pentágono bajo el gobierno de Reagan promovieron en los años ochenta en Centro América. En efecto, en la década de los 80s e incluso 90s no es imaginable el regreso de esta palabra en las universidades de Estados Unidos. Hubo que esperar la crisis del modelo neoliberal para que volviera, esta vez, sin las consignas que la segunda internacional le otorgara dotándolo de un lenguaje y de un cuerpo. Imaginar el regreso del comunismo en los Estados Unidos en los 80s o 90s sería imaginar profesores en la cárcel, decapitados por la CIA, descuartizados inmigrantes ilustrados por comandos y enviados de regreso a sus países por sedición y alteración del orden del imperio. Las consignas serían: “quemen a todos los comunistas de la academia norteamericana”, “condénelos a vivir en la pobreza”, “córtenle la barba a Slavoj Zizek”, ¡Quemen los “libros de Alain Badiou”, ¡Larga vida al neomccarthyismo que nos hará más libres y democráticos”. Por supuesto, no tengo la menor duda de que estás consignas forman el inconsciente político de muchos académicos liberales y no liberales. En cualquier caso, pienso que la palabra surgió en la academia Norteamericana mucho antes de que apareciera lo que aquí llamas el Global Professors. La palabra emerge desde las postrimerías de la tempestad de la Guerra Fría con la publicación de Espectros de Marx (1995). Es Derrida la primera intervención de un “profesor globalizado” a favor del comunismo como palabra sustraída al lenguaje del triunfo neoliberal. En Derrida la palabra comunismo aparece y reaparece como legado de una promesa, de un cierto horizonte, de justicia.

MV: Sin duda la crisis de las humanidades, su agotamiento o extenuación, forma parte de una transformación general del saber de la que es síntoma la academia global. La vida de la academia no es ajena a la vida dictada por los flujos del capital. Los modelos de gestión universitaria, de comisariato administrativo, de indexación, certificación y acreditación continua, dan cuenta justamente de una transformación en el orden del saber que coincide con las transformaciones en el orden del capital. No agrego nada a un diagnóstico sobre la crisis de la universidad moderna ya establecido por análisis como los de Jean-François Lyotard, Bill Readings, Immanuel Wallerstein o Willy Thayer. La misma función intelectual no solo está lejos de coincidir con la figura del intelectual general, sino que la misma figura del intelectual específico delineada por Michel Foucault en los años setenta, hoy se exhibe como una antigualla en el museo de la historia. El orden de estas mutaciones es de una escala exorbitante, sin duda. Debido a esa magnitud sin magnitud, es que se vuelve urgente interrogar las viejas categorías y coordenadas que organizaban la toponimia de nuestros encuentros y diferencias. Debemos interrogar sin descanso la naturaleza del retorno de la palabra comunismo, interrogar una y otra vez la herida que esa palabra nombra, pero de igual manera debemos interrogar el propio teatro teórico que delimita la puesta en escena de una performatividad crítica que traza líneas de fuga y confrontación. Todas estas demoras y advertencias en el umbral de la cuestión del comunismo se justifican en el actual escenario de ruina de la izquierda en que se inscribe el retorno de la herencia y el deseo comunista. En el espacio de nuestras discusiones académicas la lógica posicional y de transmisión que parece autorizar la consigna da lugar a una pregunta que se modula aquí y allá con cierta insistencia. ¿Es propio de la izquierda movilizar una consigna de retorno al comunismo desde un pathos común al desamparo, la desesperación y el mesianismo? ¿Es posible un retorno al comunismo sin marxismo, sin partido, sin clases? Recordarás que ésta es una de las críticas principales que desde el marxismo se le ha hecho a Espectros de Marx. El Marx de la deconstrucción, el Marx que es convocado y testimoniado en la escritura de Derrida, es un Marx no marxista, un Marx sin clases sociales, sin teoría de la plusvalía, sin antagonismos. En síntesis, el Marx de la deconstrucción es un espíritu de Marx fiel a una herencia que parece descreer del marxismo, ahí donde el marxismo nombra por sinonimia las ciencias sociales. En Marx Reloaded (2007), Moishe Postone suscribe esta posición globalmente al advertir en Derrida un tipo de filosofía tradicional, precrítica, en el sentido que daba a estos términos la Escuela de Frankfurt. Más allá de estas discusiones debemos interrogarnos si todavía podemos afirmar con total seguridad que marxismo y comunismo se sostienen mutuamente. Parte de lo aquí expresado observa justamente un desanudamiento del lazo imaginario que sostuvo esa relación social e histórica. Ahora bien, si me detengo sobre estas preguntas es porque me interesa discutir el giro que Badiou y Bosteels han dado de estas cuestiones al criticar todo intento de separación o historización del anudamiento que la modernidad estableció entre ciencia marxista e invariante comunista. En Bruno Bosteels la crítica se encuentra en el último capítulo de Badiou o el recomienzo del materialismo dialéctico (2007). En Alain Badiou en pasajes y discusiones puntuales de Teoría del sujeto (1982) y El ser y el acontecimiento (1988). Tomada como consigna, podría decirse que la sentencia busca por denegación asegurar la compleja dialéctica entre masas y clases sociales, bajo la forma de una dirección política y teórica encarnada en el partido y la ciencia marxista. En una línea de interpretación badiousiana que, sin duda, descree de todo efecto de pluralización espectral, Bosteels llega a afirmar que así como el marxismo sin comunismo es vacío, el comunismo sin marxismo es ciego. A esta afirmación subyace un gran esfuerzo intelectual por mantener la línea de un pensamiento, por inscribir esa línea bajo la garantía de una unidad sin transformaciones ni declinaciones. La invariante comunista coincide así, en retraso y retraso, con la invariante marxista. Como apunta Bosteels en su Badiou, si el comunismo pretende dejar de ser un mero ideal que siempre está aún por venir, debe vincularse históricamente con las distintas etapas del marxismo para nombrar el movimiento real que destruya la injusticia del presente. La gran tentación del izquierdismo contemporáneo sería pues aferrarse al comunismo invariante, sin la historicidad dada por la variable organizacional del marxismo. En otras palabras, aquello que Bosteels condena con rigor es una izquierda que se aferra exclusivamente a las invariantes comunistas, fuera de toda determinación histórica en términos de clase, fracción o partido guiados por el conocimiento acumulado al que se refiere el marxismo. En los términos de Badiou, del Badiou de El ser y el acontecimiento, esta tentación izquierdista sería propia de un “izquierdismo especulativo” que imagina que la intervención solo se autoriza por sí misma, sin otro apoyo que su propio querer negativo. Éste aferrarse al comunismo, éste desaferrándose del marxismo, sería el signo distintivo de un pensamiento del comunismo como acontecimiento milagroso en la “era del fin de la referencialidad”. Utilizo la palabra aferrar conscientemente, pues veo en la huella de sus referencias hermannianas (referencias que se pueden seguir en Imre Hermann, Nicolas Abraham o Patricio Marchant) ese incendio y esa vergüenza que se anuncia en toda referencialidad sin referencialidad. Pero volvamos al nudo dialéctico entre comunismo y marxismo. Siempre es posible reiniciar a Marx. Badiou, Zizek, Postone y el mismo Bosteels suscribirían sin duda este recomienzo. La pregunta, no obstante, es si debemos mantenernos firmes en el nudo de esta dialéctica, o si, por el contrario, debemos ceder a la “tentación izquierdista” que postula una ruptura o un corte absoluto del nudo. La pregunta delimita una resistencia, una zona de pasaje. No cabe evadirla con la promesa de un “frente común” que nos resguarde de la noche y la desesperación. De ahí la necesidad de volver a ella en la ceguera del tiempo presente.

OAC: Hay siempre un estado de las palabras que no coincide o que cortocircuita la relación entre “las palabras y las cosas”. Sabemos que desde hace tiempo a la “cosa” del comunismo como consigna o palabra que nombra fenómenos históricos, acumulación de saberes, deseos de revolución, etc. le ocurre que en su llamado al retorno activa todo los terrores, los miedos de antaño, las nuevas santas alianzas que acuden a exorcizar el fantasma de la bestia roja o a crucificar las alas de un nuevo movimiento por el orden de lo común. Este impasse, de momento, me parece más importante que la discusión de la interpretación sobre en qué posición el comunismo sigue o no siendo un idealismo de la consigna. También hay la compulsión desmedida y, por supuesto que no es tu caso, de vincular la Idea del comunismo a los socialismos de Estado, al desastre y, en varios casos, genocidio cometido por los partidos comunistas del Bloque socialista. ¿Quiénes tienen miedo a la palabra? ¿Y sobre todo a la palabra que en su relación con el archivo tan diverso del marxismo está atada hoy a cierta condición académica de época más que a su resonancia política en el universo de las luchas sociales contra la explotación y la destrucción de la posibilidad de que el trabajo sea el otro modo que el de la relación capital-trabajo? La Idea del comunismo, la compilación de los dos volúmenes que me parece ya has mencionado, las polémicas entre Rancière y Badiou, etc. como operación académica surge casi de manera directa con la llamada “crisis de las sociedades neoliberales”. Sin embargo, en la política el sonido de la palabra, comunismo, no viene tanto desde los ecos y las voces del discurso universitario —desde la voz y el fenómeno de la tradición del marxismo—, sino desde la corporalidad que los movimientos por el derecho a lo común en el aquí y el ahora abre desde eventos de interrupción y resistencia al modo del derecho burgués, de la ley moderna, es decir, de las leyes que traman las síntesis del pacto (neo)liberal producido por la condición naturalizada de la economía política del presente. Ese comunismo movimientista que articula la denuncia a la necropolítica del capital, ni siquiera de las rebeliones que hemos visto en estos últimos años, no tiene concepto puesto que las taxonomías del discurso siempre llegan tarde a la “cosa” del comunismo. Pienso que a diferencia de la modernidad del comunismo, es decir, aquel que aterrorizaba al “Papa y el zar, a Metternich y Gizot, a los radicales franceses y los polizontes alemanes” desde un léxico proveniente de las consignas de El manifiesto comunista, hoy no tiene lugar para una repetición de lo que Marx y Engels identificaron como “la potencia reconocible” a la cual había que temer. La condición actual de movimientos de irrupción por lo común no responde a una clase obrera y a un movimiento sindical como el que emergió con el desarrollo de la industria. Las luchas sociales por lo común hoy tienen un carácter mucho más versátil y heterogéneo y emergen por combustión del intolerable “estado actual de cosas”. El movimiento por lo común, en un sentido lato, no ha necesitado del empuje de una gramática que oriente el porvenir del aquí y el ahora de la actualidad del comunismo. La resistencia a las privatizaciones generadas por la necropolítica del capital, cuya inspiración encontró en teorías con las que surgió el neoliberalismo y de las que se ha dicho ya demasiado en su aspecto de “doctrina del shock”, no irrumpe, necesariamente, por el impulso de las vanguardias articuladas en un partido político. El partido moderno, a través de la verdad de sus consignas, el partido del iluminismo de las conciencias de los obreros pasó por una especie de agotamiento generalizado y sintomatizado en lo vergonzoso de lo que hoy son los partidos que estaban al servicio de la Idea del socialismo y/o del comunismo. Pero también se trata de una crisis del partido obrero en general porque la estructura del trabajo —y de la cual, esto no podemos perderlo de vista, el orden de lo común es indisociable— no responde al capitalismo moderno del sistema inter-estatal de la modernidad. La época del partido leninista está agotada porque la modernidad de la era industrial y del pacto entre clase obrera y Estado ya no es único eje central del control de la producción y acumulación de riquezas. Por supuesto, no digo que no haya que leer a Lenin. Por el contario, hoy hay que leerlo todo en la medida en que siempre es posible pensar, políticamente, a partir de sus aspectos residuales y sobre todo a partir de un ejercicio de lectura que actualiza desde la urgencia del presente teorías y archivos que no se agotan en el negocio aburrido y violento de las demarcaciones de autores según bandos universitarios. De manera universitaria, se ha dicho bastante que la necropolítica va de la mano militar del terror neoimperial de los Estados Unidos, pero, quizás, lo que aún está demasiado poco o casi nada dicho es que el actual fenómeno de intervención neoimperial está basado en una enorme maquinaria de producción cultural que proviene del norte y que casi no encuentra resistencia. La academia Norteamericana lo traga casi todo y lo devuelve en regurgitaciones de saberes controlados con todos sus dispositivos de seducción, dinero y espectacularización de la producción de saberes agrupados en campos de estudio. Este espacio donde el dominio de las formas impone el lugar de la teoría está reificado y tiene cada vez menos posibilidades de agenciarse en consignas de movilización por el orden de lo común. En otras palabras, la pasión de la academia norteamericana vive todavía el racismo sublimado de las identidades y el mapeo folclórico de los antagonismos sociales. En la mayoría de los casos, la teoría no es un arma al servicio de las luchas del presente, sino la aplicación a objetos-antropológicos regionalizados según política departamental. La teoría se estetiza a partir del cultivo de estilos de competencia (neo)liberales internalizados como patrón hegemónico de conducta académica. De esta manera, la guerra es sin cuartel, soterrada y cínica. La violencia enmascarada entre colegas sin verdades ni amor a la política persigue consagrar figuras, como si fueran actores de cine, a partir de la invención de una novedad que, como sabemos, nunca es nueva. De ahí que se entienda que los departamentos de humanidades estén poblados de “estrellas de cine”, zombis y vampiros que pululan desencantados o demasiado encantados con el goce de una organización cotidiana donde los lugares de pensamiento y política son cada vez menos. En este contexto, el discurso del comunismo, sus consignas, aparecen muy en desventaja con lo que Bosteels ha llamado la actualidad del comunismo y que en tanto consigna yo suscribo sin resistencia. No obstante, pienso que me encuentro muy cercano a tu resistencia a la crítica a “las izquierdas especulativas” y, más cercano aún, a la resistencia de considerar el marxismo como la única fuente inagotable de recursos, de “alimento para el pensamiento”. Mi posición respecto de la teoría es la del “anarquismo epistemológico” a la Feyerabend, pero con el matiz de esta consigna: “Todo vale en la medida que contribuya al “progreso” de la política des/apropiadora de lo común”. De manera que pienso que el marxismo siendo el gran discurso de acumulación de experiencias y el lugar más sistemático del análisis de las estructuras de dominación capitalista no es la única fuente que puede orientar las prácticas políticas y sociales por lo común. Si el problema sigue siendo la dominación capitalista, pienso que el comunismo es algo más que un fantasma. Es sobre todo una práctica irrenunciable del aquí y el ahora; el a priori ético de una fantasmofísica agenciada a prácticas materiales de sustracción del poder que produce injusticias de todo orden. De manera que pienso qu
e la crítica a la izquierda especulativa se justifica hacia quienes pretenden fundar una política desconociendo la situación de las prácticas materiales de luchas sociales y políticas del presente. No tengo problemas con el hecho de que la crítica a la izquierda especulativa sea también y sobre todo la crítica a quienes intentan formular una estética de la teoría que los condena a la burla que Marx, en La ideología alemana (1845), hiciera de los idealistas que imaginando suspender la teoría de la gravedad podrían caminar sobre el agua y flotar sobre la Tierra. También suscribo la crítica a la especulación cuando la actualidad deja impensada la condición inactual de la consigna comunista imponiendo la fundación de un acontecimiento por arriba, sin considerar las condiciones inmanentes de la producción de las pasiones, de los afectos y de las verdades en las actuales experiencias de lucha. Por último, diría que el comunismo como consigna de la verdad eterna es, al mismo tiempo, el porvenir espacializado en la organización social del planeta en el aquí y el ahora de la actualidad de las luchas por el hábitat común que es la Tierra. Si pensamos en la consigna del comunismo que adhiere Blanchot, consigna que recoge de los labios de Edgar Morin, notamos que para el autor de La comunidad inconfesable (1983) el comunismo es la cuestión más importante como pregunta y problematización de la posibilidad de que lo otro de la sociedad capitalista tome lugar. Blanchot definirá el comunismo como la comunidad de los iguales. Esta es una versión del comunismo que habría que discutir dentro del horizonte de la modernidad, así como la diferencia entre igualdad formal y sustantiva con la que se suele identificar la diferencia entre democracia y comunismo. Pienso que el comunismo hoy es la emanación de la consigna de igualdad, pero esta vez como despliegue heterogéneo que reclama una urgente desterritorialización del orden de la actualidad del capital. En un planeta que cruje de cabo a rabo, las consignas de hoy deben, es urgente que lo hagan, aspirar a una geofilosofía inmanente a la lucha por lo común. Las consignas de un eco-comunismo deben estar a la orden del día. ¿Cómo pensarlas? ¿Desde donde extraerlas? Desde la pasión plebeya por la teoría.

MV: A propósito del tiempo del comunismo, de ese tiempo que reclama la atención desmesurada de un presente, habría que decir que uno de sus rasgos esenciales es el de una duración imposible. La resistencia, en este sentido, aquella resistencia que da lugar e identifica una práctica comunista, se organiza y distiende según una ley y una duración diferente de la que viene impuesta por la ley del mundo. Buscando sostener esta resistencia dentro de lo imposible, Alain Badiou ha observado que la palabra “comunismo” es tan solo el designador rígido de un conjunto general de representaciones intelectuales. Antes que un programa, el comunismo es una Idea dotada de una función reguladora. El sentido kantiano que Badiou le imprime a la Idea del comunismo debe hacernos recordar que ésta no es realizable en sí. Es decir, como idea regulativa la cuestión del comunismo es hacer posible lo imposible. En su imposibilidad trascendental se expone, justamente, la condición más propia de la Idea del comunismo. En L’hypothése communiste (2008), Badiou sostiene que en tanto que Idea pura de la igualdad, la hipótesis comunista ha existido sin duda alguna desde los comienzos del Estado. Tan pronto como la acción de masas se opone a la coerción del Estado en nombre de la justicia igualitaria, comienzan a aparecer los rudimentos de la hipótesis comunista. Esta representación del comunismo, sin embargo, precisa de una torsión esencial para ser aprehendida en toda su justeza. Ella demanda, si se quiere, de un giro catastrófico capaz de advertir que lo más propio del comunismo no es la Idea pura de igualdad sino la resistencia que se pone en acto en toda relación de dominación. En otras palabras, el comunismo surge ahí donde no hay mundo que declarar ni horizonte de sentido que reconocer. Sin mundo y sin horizonte, expuesta a la ruina de un presente histórico que en tanto unidad temporal es siempre futural y horizontal, la consigna del comunismo es un tipo de declaración que en el seno de lo performativo está llamada a suspender o destituir la propia temporalidad del acto performativo y de sus instituciones. Traducción intraducible, el acto de resistencia comunista nombra ese excepcional momento no-posicional que da lugar a un desplazamiento, a una interrupción, a una elipse. Debido a su carácter “aformativo” (tomo la expresión de Werner Hamacher) el comunismo no podría representarse bajo la forma de la representación, de una regla, de una ley. Mientras cada representación se debe a una instauración y tiene esencialmente un carácter performativo, la destitución comunista sería lo aformativo mismo, lo no accesible a ninguna representación. El comunismo no se instaura, podríamos decir, así como la destitución no se instaura. Parafraseando a Willy Thayer, diría que el comunismo no pertenece al orden de la fundación. Esta otra lectura de la cuestión comunista nos da la posibilidad de recuperar una memoria enlutada de luchas y resistencias. Memoria de vencidos. Memoria que podríamos asociar a los ensayos de Walter Benjamin, y a cierta tradición chilena de lectura de esos ensayos, y que tú has entrevisto y bautizado con la proposición “comunismo luctuoso”. Esta otra lectura se inscribiría en esa interrupción de un mundo común que podemos percibir en el eslabonamiento imposible de catástrofe, fin de mundo, precipitación, caída. La lágrima, el pequeño agujero, el polvo y la ceniza señalarían justamente ese límite donde la representación es interrumpida y lo común da lugar a una sorda resistencia dentro de lo imposible. Aludiendo a la soledad de esta resistencia, a la desolación que a la manera de una tilde invisible parece acentuar la palabra comunismo, Badiou se vuelve al final de L’hypothése communiste sobre la Medea de Corneille para abrazar el fuego de esa resistencia infinita. Ajena a la ley del mundo, aplastada por tanta desgracia, la Medea de Corneille aún se atreve a exclamar ante la pregunta ¿qué queda?, “¡yo misma!, ¡yo misma!, y con ello basta”. En la soledad de esta respuesta, en su sorda insistencia, es posible aprehender el diferendo intraducible sobre el que se sostiene la herida de ese comunismo luctuoso que nombran las figuras trágicas de Antígona, Bartleby, Blanqui, Allende.

OAC: El comunismo como Idea ocurre en el tiempo y, en tanto palabra, ocurre también en el lenguaje. Diría que no siendo exactamente un nominalismo es el nombre íntimo a la materialidad de las luchas sociales. Por eso pienso que no deberíamos confundirlo con el retorno de una utopía ni con el idealismo en el sentido del marxismo ortodoxo, el marxismo de manuales distinguió entre idea y materia deduciendo, así, la simplificación del pensamiento a la diferencia entre idealismo y materialismo. Esta demarcación propia de la compulsión de los expertos que administran parcelas de saber y/o de los marxistas doctrinarios preocupados por defender la “ciencia” rasga la piel del cuerpo y corta los vientos que movilizan a la Idea. En este linaje de demarcaciones el ensayo de Borges Historia de la eternidad (1936), por ejemplo, ha sido leído desde juegos demarcatorios entre realismo y platonismo, entre idealismo del signo y materialismo. Sin embargo, creo que podemos recoger lo que el propio Borges nos dice con respecto a la eternidad cuando comenta el Timeo de Platón. Ahí, él señala que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, un pedazo de la eternidad, y también dice que la eternidad está compuesta de la imagen de tiempo. En esta reconstrucción hay algo que va más allá de tomar partido por la clasificación demarcatoria de si la eternidad en Platón es (o no) un idealismo. Lo que realmente nos sugiere es que la eternidad es uno de los temas privilegiados de la filosofía y, por lo tanto, aquello desde lo cual se han organizado modos y formas de producción discursiva que afectan el modo en que la existencia de los hombres toma lugar en la historia. El “privilegio” de la filosofía como “operación” sobre la eternidad habría sabido sortear la idea mecánica de las tres temporalidades; el pasado, el presente y el futuro; las habría suspendido desde la tensión entre lo finito y lo infinito. La eternidad sería la simultaneidad de los tres tiempos con los que la imaginación compone esta Idea. Pienso que la Idea del comunismo es eterna exactamente en este sentido, es decir, siendo como palabra la consigna del lenguaje de la igualdad es, al mismo tiempo, encarnación simultanea de la condensación de las tres temporalidades que configuran la eternidad; el pasado de las luchas de los oprimidos, el presente de los que por convicción se agencian al deseo de transformación y el futuro como novedad que ocurre en la singularidad de la verdad política de lo común y, así, de las consignas que suplementan la Idea del comunismo. En este registro, que es, por cierto, el del platonismo de Badiou, es decir, el platonismo de lo múltiple, estaría en suspenso una interpretación osada de si la reflexión de Blanqui sobre la materia y la nada constituyen un modo de pensamiento que habita de manera heterodoxa la posición de Borges con respecto a la relación entre nominalismo y realismo. Para Blanqui la materia no tiene ninguna relación con la nada; la materia, nos advierte el autor de La eternidad por los astros, no surgió de la nada. Pues bien, la Idea del comunismo en la simultaneidad de la ocurrencia temporal tampoco surgió de la nada. En el “Encerrado”, el comunismo es intenso, tiene la fuerza de la pasión de la verdad que conspira a favor de la lucha universal por lo común. En Blanqui la Idea, a la cual la nada se le sustrae para nombrar la eternidad por los astros; la Idea del comunismo es la animación de la materia en perpetua transformación. En efecto, entre el materialismo de Blanqui y el de Borges pienso que la Idea del comunismo niega la eternidad como abstracción, como entelequia de un platonismo aprehendido y mediado por la Trinidad de la operación cristiana, pero no niega el comunismo como “ilusión cósmica o cómica”. Por el contrario, lo afirma contra el lugar de la eternidad cristiana que nos abre a las formas controladas pastorilmente de “servidumbre voluntaria”. En cualquier caso, no pretendería agotar el análisis y la complejidad del ensayo borgeano, aunque quisiera hacerlo, esto sería simplemente imposible sin tartamudear desde el rubor de cada inciso escrito como condensación de la problemática historia de la eternidad. Pues, creo que todo el ensayo borgeano junto a tu intuición del comunismo de La eternidad de los astros daría para buscar los enlaces, las junturas, las síntesis disyuntivas entre el comunismo luctuoso y aquel que en la simultaneidad de las temporalidades acontece como supresión de la eternidad abstracta de los cielos teológicos de la política. Ahora bien, además de la reflexión que propones a través de figuras que se inscribirían en las consignas de un comunismo luctuoso, pero abierto al acontecimiento de la transformación, pienso que también habría mucho que decir de otras figuras que aparecen justo en el lado convexo de la Idea, en la curvatura de las pasiones alegres que afirman la Idea negando las condiciones actuales de un presente ominoso. Habría que buscar en esas duplas — Jorge Luis Borges y Antonio Gramsci, Simone Weil y Bolivar Echeverría, Henri Meschonnic y Alain Badiou, Martin Heidegger y Willy Thayer, Patricio Marchant y Diego Sztulwark, Jacques Derrida y Horacio González, Daniel Bensaid y Rodrigo Karmy, Hannah Arendt y Alejandra Castillo, etc. etc.— la insinuación de un caos teórico-político, la anarquía filosófica, la denuncia de los nuevos teólogos del concepto para afirmar que la política es la verdad genérica de los que habitamos en común la Tierra. En otras palabras, nos referimos a la convicción de que la Idea del comunismo es el sine qua non de la apertura a la hospitalidad radical de lo otro, la alteración que abre el modo de producción de la existencia a lo no-humano del gesto radical y pasivo de Bartleby. Pero la pasividad como parálisis de la producción capitalista y de sus estructuras de reproducción de la servidumbre voluntaria requieren de la pasión de la política, es decir, del comunismo como Idea eterna encarnada en los cuerpos que luchan y producen acontecimientos, cambian situaciones sin restarse ni hacer éxodo del mundo que habitan. Pienso, no sin evocar el pensamiento de Rozitchnner, que hoy se sigue viviendo en relación a la eternidad, pero ya no la de Platón, la de Ireneo, es la eternidad de San Agustín metamorfoseada en el sistema de intercambios mercantiles que dispone a los individuos a juegos de la competencia. El individuo como ficción del capitalismo actual vive en la depresión de la espera cristiana, vive sin ideas en la lógica del mercado el salto a la eternidad de una espuria fama. La condición efímera del mercado de vanidades y de patéticos narcisismos que fantasean con la eternidad y la gloria no está capacitada para pensar la pasión colectiva de la política y, así, no está tampoco a la altura de entender que la Idea del comunismo es fantasmofísica, está encarnada en el hueso de la carne sensible que clama por algo más que la promesa eterna en el futuro.

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