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Un recorrido por el Paris de Modiano, un Nobel que no conocíamos

Por: admingrs | Publicado: 16.10.2014

PATRICK MODIANO : "ECRIRE, C'EST COMME CONDUIRE DANS LE BROUILLARD".En junio de este año tuve la oportunidad de hacer una parada en París por un par de días. Iba de camino a un congreso en Lisboa y me pareció que ésta sería una oportunidad, aunque breve, de visitar nuevamente el Museo de los Impresionistas y la tumba de Cortázar, a cien años de su nacimiento, en el cementerio de Montparnasse. El programa era sencillo. A las 11:30 llegaría en tren desde Marsella, a las 12:30 estaría instalado en el hotel reservado en el barrio de Saint Germain, después comería algo e iría a visitar el Museo con parada detenida y selectiva, pensando en unos cuantos cuadros que me interesaba disfrutar con pasión despreocupada. A la mañana siguiente, caminaría hasta el cementerio y repasaría las tumbas que me detendrían un momento frente a Baudelaire y otro tanto frente a Cortázar.

Sin embargo, tres factores no considerados desbarataron parte importante del proyecto. El primero de todos, era 28 de junio y, caminando por Boulevar de Saint Germain, me encontré con una ingente muchedumbre que caminaba en sentido contrario llevando pancartas; era la marcha con que los parisinos celebraban el día del orgullo gay. En otras circunstancias, me habría sumado a la marcha aunque no fuera más que por disfrutar de la tonalidad con que una ciudad libre reclamaba espacios de mayor equidad en materia de los derechos de género, como es el caso del reconocimiento de las familias homoparentales. No obstante, mi propósito de llegar al Museo de Orsay me hacía ver aquel evento como una ligera contradicción. Al principio, caminar por una de las veredas resultó placentero y llevadero, pero la inevitable marea humana en sentido contrario hacía cada vez más incómoda la aventura. A este inconveniente se sumó la lluvia que, aun siendo verano, comenzó a caer con notable generosidad. Estaba preparado para ello, pues algunas gotas menores habían acompañado mi recorrido desde la Estación de Lyon hasta el hotel, y por eso llevaba para mi paseo el paraguas que procuro no olvidar cada vez que viajo; pero la misma lluvia impenitente que comenzó a caer y que mojaba los cuerpos de los marchantes sin disminuir para nada el empeño de su festividad, nos agrupaba a unos cuantos debajo de los alerones de los cafés mientras esperábamos que pasaran los chubascos más intensos. Después de una hora, sabiendo que no contaba más que esa tarde para cumplir parte de mi programa y que la lluvia se había establecido como compañera de viaje, decidí seguir caminando hasta llegar a las puertas del Museo en donde me encontré con otra multitud, la de los turistas que, probablemente como yo, habían recorrido miles de kilómetros y no querían perderse la parte de su plan que incluía ver la exposición permanente de las pinturas de Van Goh, Gauguin, Chagal, Monet, Renoir y tantos otros. Por fin, después de unos cuarenta y cinco minutos, ya pude ingresar, cerrar mi paraguas y visitar a mis anchas el amplio recinto. La muchedumbre seguía allí, pero no molestaba.

Al salir del Museo, la lluvia seguía y no me ofrecía otra posibilidad que regresar al hotel en donde debí sacarme los veraniegos zapatos y ponerlos a secar mientras tenía que conformarme con recostarme para evitar el resfrío, resignándome a un anochecer solitario, acompañado de mi computador y las conversaciones a distancia que podía sostener con mis amigos chilenos. No era del todo inoportuna esa contradicción, pues, además, me obligaba a releer y preparar mejor la presentación que debía terminar para mi congreso en Lisboa. No obstante, de vez en cuando oía gritos espontáneos que procedían del edificio de enfrente, similares a los que escucho desde mi departamento cuando hay algún partido de fútbol. Efectivamente, mirando hacia fuera, vi, a través de las ventanas, enfervorizados parisinos siguiendo uno de ellos. Encendí mi televisor y caí en la cuenta de que lo que todos observaban era el dramático partido entre Chile y Brasil. Así pues, aunque poco acostumbrado, me entusiasmé con el evento, al mismo tiempo que seguía el interés del relator francés por una contienda que, si me hubieran preguntando antes, habría supuesto que no les motivaba en lo más mínimo. Pero claro, era el Mundial y, al parecer, de él no nos podemos sustraer ni siquiera aunque estemos en París.

En el camino, descubrí el barrio donde está asentada la Universidad de la Sorbornne, el College de France, el Museo Medieval de Cluny y el Panteón de los grandes hombres. Allí pude visitar la tumba de Rousseau, de Zola y de muchos más, quedando asombrado con todo el aparato cultural que rodea esos monumentos de la memoria de una ciudad que cada vez parecía crecer ante mis ojos. Lo que no sabía es que, en ese mismo barrio, reside un escritor a quien recientemente acaban de conceder el premio Nobel de Literatura, Patrick Modiano. Ahora lo conozco apenas por el necesario googleo que viene en apoyo de nuestra comprensible ignorancia.

A la mañana siguiente, descubrí que había un tercer factor que estaba dispuesto a arruinar mi plan para esos días en la Ciudad Luz; mis zapatos. En efecto, si la lluvia los había arruinado en gran parte, no menor había sido el daño causado por el calefactor en que los puse, deformándolos por un lado, achurruscándolos por otro. Nada que hacer, mi visita a Cortázar quedaba suspendida. De todos modos, no estaba dispuesto a desaprovechar la mañana que me quedaba, así que, después del desayuno, me puse los zapatos arruinados y, de nuevo acompañado por la lluvia y mi precario paraguas, fui a caminar por los cercanos Jardines de Luxemburgo. En el camino, descubrí el barrio donde está asentada la Universidad de la Sorbornne, el College de France, el Museo Medieval de Cluny y el Panteón de los grandes hombres. Allí pude visitar la tumba de Rousseau, de Zola y de muchos más, quedando asombrado con todo el aparato cultural que rodea esos monumentos de la memoria de una ciudad que cada vez parecía crecer ante mis ojos. Lo que no sabía es que, en ese mismo barrio, reside un escritor a quien recientemente acaban de conceder el premio Nobel de Literatura, Patrick Modiano. Ahora lo conozco apenas por el necesario googleo que viene en apoyo de nuestra comprensible ignorancia.

Mi paso por París fue breve. En otras ocasiones, fue un poco más extenso, pero la sensación que siempre me ha quedado es que aquella es una ciudad inacabable. Una vez, hace veinte años, me sorprendió como a un adolescente, la desaforada oferta pornográfica que, a plena luz del sol, se puede encontrar en torno a la Place Pigalle. En otro viaje, disfruté durante unos días de los anaqueles añosos de la biblioteca Mazarin en el Institut de France, con una vista privilegiada hacia el Sena y el Louvre. En otra oportunidad, asistí con unos amigos a una vísperas rezadas solemne y austeramente en la Iglesia del Sacre Coeur, en la cima de Montmartre. Ciudad liberal, bohemia, culta, mística. Cuando no son los restaurantes, son los museos; cuando no los museos, los cementerios, las avenidas, las plazas, las exposiciones, la vida común que se agita en medio de una urbe cada vez más variopinta y multirracial. Ahora, en esta oportunidad, fue el descubrimiento de aquella parte de la ciudad que, con su nobleza arquitectónica, remonta a la construcción de un proyecto más estable y más sólido que las humildes chapucerías con que algunas de nuestras capitales latinoamericanas han intentado imitarla.

Y, sin embargo, en estos recorridos, no he dejado de pensar que aquella ciudad emblemática hace pocas décadas fue avasallada, bombardeada, secuestrada. Por este motivo, se me hace sugerente acercarme a Modiano, autor, como él mismo ha dicho, de un solo libro, una gran obra ofrecida por sucesivas entregas y que hablan del París ocupado durante la Segunda Guerra Mundial. Se me está ofreciendo una oportunidad de volver a recorrer la ciudad, esta vez desde la literatura. Quizás esta ventana que se abre sea parte del valor que tiene la distinción de un Nobel a quien no conocíamos.

La tarde de aquel domingo, en el aeropuerto, aproveché de comprar un calzado nuevo antes de subirme al avión. Como dicen que hacen los huasos, preferí ser honesto y le dije a la vendedora: -No se preocupe, los llevo puestos-. Y los otros, los viejos, los achurruscados y deformados, los tiré en un basurero. Nadie podrá decir que no he dejado los zapatos en París.

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