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Valdivia: Películas, nazis y mucha cerveza

Publicado: 19.10.2019

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Una de las cosas que más me llamó la atención en mi estadía en Valdivia fue que todos estaban al tanto del Festival de Cine. Lo descubrimos apenas abordamos el primer Uber y el conductor nos pregunta si estamos en la ciudad como invitados. Al confirmárselo, no deja de hablar de la ciudad, de la revolución que provoca el evento, de los lugares de las exhibiciones… Y claro, de la variada gama de cervezas que ofrece la capital de la provincia de Los Lagos en bares, pubs y cervecerías artesanales.

La idea del “tour” cervecero que nos propone Rodolfo me encanta.

Fueron pocos minutos desde Collico hasta el centro de Valdivia, lo suficiente para entablar amistad con él. Cuando supo que veníamos de Antofagasta, de inmediato nos contó que había estado trabajando en una minera, pero que había vuelto a Valdivia para estar cerca de su hija. Los turnos lo mataron a él y su relación de pareja, pero lo asume encogiéndose de hombros y sonriendo. La gran industria funciona como la “mano del mono”, dice: Te cumple muchos deseos, pero a la par, te lanza la misma cantidad de maldiciones.

El barco nazi

Valdivia es una ciudad acogedora. Todo parece quedar cerca y los viajes en auto de uno a otro punto no duran más de veinte minutos. Me sorprende la limpieza de sus calles, el decoro de las fachadas, la ausencia de edificios de altura aunque los hay, pero pasan inadvertidos entre las casas centenarias, muy bien cuidadas, con las que nos encontramos en cada manzana, incluso al lado del mall, cercado por calles que hasta huelen a tiempos anteriores por la madera de las viviendas que lo circundan.

Pero no todos los valdivianos miran esas casas de la misma forma. Algunas que ocultan historias de las que no muchos hablan o lo hacen en voz baja. Un guía turístico con que hicimos amistad nos muestra desde lejos una antigua casona de hermosa arquitectura del siglo XIX. Hasta los turistas alemanes rechazan que se les hable de la historia del lugar, pues está enlazada no solo al ya conocido legado de los colonos alemanes, sino también a las oscuras historias (casi leyendas) que ubican en ese lugar a nazis prófugos de la segunda guerra, una especie de casa de acogida para genocidas o colaboradores del régimen hitleriano.

En medio del viaje a Punucapa, el guía que nos toca es más arriesgado todavía y nos cuenta, a modo de anécdota, que hace un par de años, un grupo de personas bastante pudientes, arrendó una barcaza para realizar un viaje por los ríos valdivianos. Una vez lejos de la ciudad, comenzaron a instalar banderas, a colocarse piochas y bandas en los brazos con la suástica, a cantar viejas canciones nazis mientras bebían cerveza, y otros se agrupaban en secretos conciliábulos. 

No fue un viaje agradable. Verdad o mentira, lo cierto es que las reacciones al tocar el tema son en su mayoría, de secretismo y hasta temor, esa sensación de estar en Twin Peaks, pero a la chilena.

De ese recorrido también rescatamos otra triste realidad. La mayor parte del borde de los ríos está plagada de eucaliptos y otras especies exógenas a las que el clima y la humedad valdiviana favorecen en su crecimiento, algo ideal para las madereras y productores de celulosa, pero no para el bosque nativo que queda relegado a un segundo plano, luchando a duras penas por sobrevivir frente a los gigantes consumidores de agua y nutrientes, en una lógica que todavía no logra ser revertida.

Mucha cerveza

De forma paralela a la oferta turística tradicional visitando a ruinas coloniales, recorridos en barco por los ríos, paseos a caballo o tours por ferias y mercados, la gente no pierde tiempo en promover la tremenda gama de marcas y tipos de cerveza que se producen en Valdivia. En casi todos los pubs y restoranes, tienes al menos tres marcas artesanales, aparte de la archiconocida Kuntsmann (que no es de mi agrado) por lo que la degustación de cebada fermentada es casi una obligación, desde temprana hora. Es parte de la cultura valdiviana y una de sus puntas de lanza en la promoción turística, a tal punto que casi a cualquier lugar que vayas, hay al menos una productora de cerveza en el camino o en una parada en el viaje, por lo que es bastante difícil evitar beber al menos una antes del mediodía, cosa que a mí no me molesta en absoluto, en especial porque me gusta ir algo “entonado” a ver películas y en la semana del festival, hay muchísimas aunque no sé si para todos los gustos, aunque hay funciones que repletan salas, que generan demasiada expectación, y no es para menos entre tanto estreno nacional y mundial, entre retrospectivas y muestras de cortometrajes, de documentales y cintas de ficción. Es como perderse en un mar de imágenes y diálogos y saltar de una realidad a otra sin pausa, de cambios emocionales bipolares que no dejan respiro sino hasta el final de la jornada para el análisis entre tablas y (adivinen) cervezas. Buen momento, a excepción de los críticos de pacotilla que solo por ver Netflix 10 horas diarias creen que tienen fundamentos suficientes para valorar o desacreditar a viva voz una película. Afortunadamente, no eran muchos.

Cómo conocimos a Natalia Valdebenito 

Nos invitaron a una fiesta. Con mi pareja, vemos a Natalia Valdebenito bajar la escalera, saliendo del tercer piso en donde todos bailan a Camila Gallardo. La saludamos. Yo, al menos, me siento avejentado; mucho “lolo” y “lola” bastante snobs, se pasea por todos lados. Le decimos a Natalia lo mucho que nos gustan sus rutinas. No es que no haya sido “lolo snob” en algún momento de mi vida. Es más, quizás me provoca algo de envidia no tener veinte años menos. Natalia le pide un cigarro a mi acompañante. Momento incómodo: nos pide no hablar de trabajo en medio de la fiesta. Reímos. Es resimpática. Mi pareja me pide una foto con ella. Otro momento incómodo con mi porquería de teléfono que dispara sin siquiera tocar la pantalla. Reímos de nuevo. Le enciendo el pucho. Nos despedimos. Buena onda. Brindamos con las latas de Paceña. Fin de la historia.

De vuelta a casa

Diego fue el último conductor de Uber que conocimos. Al revés de Rodolfo, estaba a la espera de una respuesta desde Antofagasta para comenzar a trabajar en una minera, por turnos. Tenía esperanza en que eso le cambiaría la vida. Le hicimos algunos alcances respecto de aquella oferta llena de letras chicas, pero parecía no escuchar. Estaba obnubilado por el jugoso contrato que le ofrecían, aunque fuera como contratista. Nos callamos. Me sentí en una extraña línea paralela de tiempo y vi en cinco años más a Diego lamentándose por todo lo perdido y poco ganado con el truco de la “mano del mono”, esta especie de “enganche” que ahora funciona con headhunters, mucha publicidad en internet, spots majestuosos que nada hablan de la precarización laboral ni de los profundos efectos que la forma de trabajo en las mineras tiene en las familias y la sociedad.

La verdad, no tenía ganas de irme de Valdivia, dotada de una amable y acogedora personalidad gracias a la disposición de sus habitantes, pero sé que terminado el festival de cine, vuelve a convertirse en una ciudad bucólica a la que todavía le quedan aires coloniales y colonialistas, llena de mitos y leyendas que se comentan en voz baja, como si detrás de esas sobrecogedoras fachadas pintadas de historia, hubiera cuentos inenarrables que nadie quiere conocer. 

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