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VOCES| Vacuna contra el olvido

Por: Jorge Montealegre, poeta, ensayista y guionista de humor gráfico | Publicado: 16.02.2021
VOCES| Vacuna contra el olvido |
En la fila por la vacuna hay asuntitos pendientes, como decía el Payo Grondona, que falta destapar en esta larga y angosta alfombra bajo la cual se ha barrido la miseria y la entereza de personas que han debido ocultar sus recuerdos. En esa fila pueden estar los que saben dónde está la persona desaparecida que sigues buscando y puede estar esa persona que continúa buscando incesantemente.

Vacunarse implica la voluntad de sobrevivir a la pandemia. Las personas mayores nos vacunamos. Primero los mayores de 90 años. Luego, los menores; es decir, que ya tienen más de setenta años. Son más de los que creíamos. Más lúcidos y activos de lo que dice el estereotipo del abuelito y la abuelita (así: en diminutivo). Y los que tenemos más de 65 ya somos formalmente de la tercera edad, al menos así lo certifica la libretita amarilla del consultorio: los menos viejos entre los viejos, adultos mayores. Es decir, personas que compartimos como experiencia común haber vivido en uno de los períodos más fascinantes de nuestra historia. También, pudo ser el más nefasto

Guerra Fría, con imperialismos y utopías, observando una carrera espacial que puso a prueba la capacidad de asombro. Con sufragio universal y píldora anticonceptiva, separaciones truchas y divorcios complicados. La abuela de mi esposa hizo su propio balance: “qué le puedo contar: he vivido de la carreta a la luna”. Del biógrafo a internet. Aficionados/as a la ciencia ficción que han visto cómo la fantasía se hace realidad. No te imaginas las cosas que podrían contar el caballero y la señora que hacen fila en el consultorio.

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Las víctimas del golpe de 1973 tenían –en promedio– alrededor de treinta y cuarenta años. Y había adolescentes y ancianos. En modo ilustrativo digamos que el cantautor y director de teatro Víctor Jara, la periodista Diana Arón, la entonces estudiante de sociología Lumi Videla, el dibujante Luis Jiménez estaban en ese rango etario. Vidas truncas. Pero están –estamos- los y las sobrevivientes de quienes sobrevivieron, de aquellas personas que fueron jóvenes y activas entonces. Creativas y militantes. Con utopías en la mirada. “La felicidad de Chile comienza con los niños”, decían sus carteles. Y esos niños no pudieron crecer en la tierra prometida. Hoy día son personas adultas, vigentes, que tienen su propia historia y criaturas ya grandes. También deberían vacunarse contra el olvido. La sociedad debe escuchar las memorias de quienes nunca escribirán sus memorias.

Protagonistas o testigos, víctimas o victimarios, a plena luz o desde las sombras, gente frívola o solemne, hombres o mujeres que tienen tanto que contar, con alzamientos y derrumbes colectivos y personales con sus diversas bandas sonoras: con gardeles y negretes, como diría Violeta Parra; con rock, nueva ola, neofolklore, nueva canción, canto nuevo, con beatles y prisioneros. Y más rock. El jubilado sentado en la plaza dándole de comer a las palomas o la abuelita tejiendo en una mecedora, son estereotipos que ya no tienen que ver con las personas mayores de hoy. Una persona de sesenta años de hoy ya no es el anciano de sesenta años de los años 60. El imaginario está cambiando.

Gente mayor, sobre las cuales cae el desprecio insolente (que arrastran las patas, que se cambien los pañales, que se callen), el paternalismo que infantiliza con un lenguaje cínicamente excluyente (estire el bracito, le va a doler un poquito), el ninguneo indolente (el viejo gagá que vuelve –como yo– a recordar la dictadura) de quien prefiere no tener historia y cancela a las personas mayores para recluirlas –en el mejor de los casos– en un nuevo eufemismo: una “residencia de larga estadía”, donde no estorben y se vuelvan invisibles. El olvido. Pero cada persona tiene un pedacito de memoria que es parte de una historia colectiva y, además, tiene reivindicaciones de una memoria propia, no dicha, y una experiencia y vigencia que permite proyectar… si la dejan.

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En la fila por la vacuna hay asuntitos pendientes, como decía el Payo Grondona, que  falta destapar en esta larga y angosta alfombra bajo la cual se ha barrido la miseria y la entereza de personas que han debido ocultar sus recuerdos. En esa fila pueden estar los que saben dónde está la persona desaparecida que sigues buscando y puede estar esa persona que continúa buscando incesantemente. Tanto sacrificio anónimo, delación anónima, indiferencia anónima. ¡Como si supiéramos lo que realmente fue el exilio para familias enteras, lo que realmente fue la clandestinidad de hombres y mujeres, lo que realmente fue vivir en la cocina y con mordaza, lo que realmente fue hacer el servicio militar bajo dictadura! En la fila están quienes pueden contarlo. ¿Quiénes fueron las Mujeres por la Vida y las que estuvieron en Tres Álamos o Grimaldi o La venda sexy? ¿A quién le importan las memorias anónimas de ollas comunes y arpilleras? 

Los abusos puertas adentro también son parte de las memorias. Esas personas –y las niñas y niños de ayer– están en la fila para vacunarse con sus historias invisibles. Pienso en la memoria de las personas retornadas que volvieron a un lugar que ya no era su lugar, gente atragantada con miedos y pactos secretos, personas que construyeron su leyenda heroica disfrazando sus derrotas. Las promesas de exilio que nunca se cumplieron, los amores de exilio que nunca prosperaron. El compañero de base que nunca conoció a sus dirigentes; el dirigente que nunca conoció a sus compañeros de base. Los que tuvieron que vivir en silencio, como testigos atorados con lo no dicho; con reivindicaciones de memoria ante una sociedad cínica que no ha tenido una escucha activa ante una memoria incómoda. Mucho heroísmo no reivindicado y muchas vergüenzas no declaradas. Muchos duelos inconclusos. Me interesan las memorias de la mesa del pellejo. Las memorias de quienes hacen la fila para vacunarse y sobrevivir, también, a la pandemia.

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