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VOCES| El me too del ‘Pelao Vade’: Del carnaval a la demagogia

Por: Jorge Montealegre, poeta, ensayista y guionista de humor gráfico | Publicado: 09.09.2021
VOCES| El me too del ‘Pelao Vade’: Del carnaval a la demagogia |
Rodrigo Rojas Vade construyó un personaje. Marca su cuerpo, lo hace reconocible: “yo también tengo cáncer”. Me too. Pero se equivocó al extender su rol performático –la caracterización- al terreno político electoral, a la investidura de candidato, que tiene otros códigos. Tenía el riesgo de ser electo y dejar de representarse a sí mismo. Se promovió como un ejemplo de integridad, que concitó admiraciones. Sin embargo, el discurso ético –la supremacía moral– dejó de ser coherente, más aún si el papel teatral incluía el financiamiento de los supuestos tratamientos.

En sus arpilleras Violeta Parra se autorretrataba de color violeta; al leer su obra visual se podría interpretar que cada vez que hace un personaje de color violeta ese personaje también es ella: me too. Lo veo en una arpillera llamada “Los conquistadores”, en la cual los soldados le cortan las manos a Galvarino. Ese Galvarino es color violeta. O sea, “yo también soy Galvarino” estaría diciendo Violeta Parra, en una suerte de proyección, interpretación y actualización del hecho histórico/literario que describe Alonso de Ercilla en La Araucana. Es el inicio de un mito y de un símbolo que nos permite revisar un tema que sigue latiendo en “nuestra” historia: Arauco tiene una pena. No es novedoso repetir que Violeta Parra, con su lúcida intuición, fue una adelantada. Ella diferenciaba entre el me too artístico (yo soy Galvarino) del engaño mal intencionado: Yo canto a la diferencia / que hay de lo cierto a lo falso / De lo contrario no canto. Esa distinción debemos que hacerla.

Marcar la propia presencia con la consigna “me too” –yo también soy quien sufre– ya es habitual en las manifestaciones que protestan contra una injusticia. La modalidad la inició el movimiento feminista para denunciar los abusos sexuales y demostrar sororidad (Yo soy Nabila Rifo); y se aplicó de inmediato en otras causas donde, contra la indiferencia, era necesario visibilizar situaciones particulares como asuntos que eran de toda la sociedad. El caso particular, privado, se convertía en un hecho simbólico, público, político. Lo que le pasa a una persona le pasa a muchas. Me too. Pasar de lo solitario a lo solidario.

Así como los sobrevivientes hablan por los que no pueden hablar, en las manifestaciones surgen personajes y estereotipos que representan reivindicaciones que posiblemente en el mitin –por razones obvias– no se apersonan ni tienen representantes genuinos. Cada manifestante con un parche en el ojo no es una persona tuerta: es una persona que solidariza con quienes sí perdieron un ojo: “Yo soy Fabiola Campillai, Yo soy Gustavo Gatica”. Es el ‘me too’: Yo soy Charlie Hebdo, yo soy quien sufrió violencia sexual, yo soy la víctima del femicidio, yo soy el desaparecido. Cuando una persona es abusada, todas las personas somos abusadas. Es un padecimiento retórico, solidario, porque el dolor personal es intransferible. Es la contracara de la indiferencia, de la indolencia y el individualismo. Los padecimientos de las otras personas existen. Y no da lo mismo tener o no tener conciencia de su existencia. En el gesto corpóreo de simulación –o el cartel– se recuerda la condolencia y la reivindicación por justicia. No es necesario que hayas perdido la vista para luchar por quienes sí sufren traumas oculares; no tienes que tener cáncer para luchar –con la fuerza que no tiene un moribundo– por las injusticias del sistema de salud. 

En la performance colectiva el automarcarse contribuye a la construcción de un símbolo, que cuenta con el sobreentendido de que aquello tiene una dimensión de ficción que corresponde a la naturaleza carnavalesca de las manifestaciones. El compromiso se exhibe en la sociedad del espectáculo. En ella no somos pueblo, somos público; y nos dejamos seducir por las imágenes. En la selfie somos parte de ellas, como ciudadanía y comparsa. En el estallido social surgió una galería de personajes. Con sus respectivas caracterizaciones, con humor y dolor. Hay caracterizaciones, roles, visibilidad y performance de super-anti-héroes (de hecho ya pasaron al cómic): la tía Pikachú, el Pareman, el Nalka Man, la Abuela. Entre ellos “el Pelao Vade”, luchadores temerarios de la primera línea. El individualismo y la sociedad del espectáculo han afectado las formas de hacer política. Lo performático es un ámbito de acción política, artística y lúdica en un entorno ciudadano. A veces, el personaje es tan personaje que actúa como si no tuviera vínculo con las otras personas que, en cierto sentido, se ven representadas –o sienten conmiseración– por la imagen de la víctima cuando es una mezcla de mártir y héroe.

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A este punto, motivado por el caso Rojas Vade, es necesario diferenciar las representaciones políticas performáticas colectivas (Lastesis); de la presencia testimonial de las víctimas que se hacen presente de cuerpo entero con su reivindicación (los jubilados por pensiones dignas, Gustavo Gatica después de su mutilación); y ambas situaciones es necesario distanciarlas de la impostura y la suplantación, que abusa de la confianza y credibilidad que despierta el personaje con la causa que representaría para conseguir beneficios económicos, mediáticos y electorales. Es complejo. En la distancia entre apariencia y realidad todo se trenza, incluidas en la trenza las mentiras piadosas. 

En el juego de roles no hay que salirse del tablero. Sucede cuando el rol del personaje –creyéndose su cuento- se extiende hacia otro ámbito, sin captar que en ese otro lugar es otra la coherencia rólica que se exige. Por ello no fue bien visto que la constituyente Giovanna Grandón llegara con su disfraz de  tía Pikachú al exCongreso Nacional. La Convención Constitucional ya no es la calle, es un ámbito institucional revestido de una formalidad acorde a la misión que debe desarrollar. Por eso mismo, en contraste, la indumentaria de Elisa Loncón elevó la solemnidad de la ceremonia de inauguración de la Convención. Todo significa. 

Rodrigo Rojas Vade construyó un personaje. Marca su cuerpo, lo hace reconocible: “yo también tengo cáncer”. Me too. Pero se equivocó al extender su rol performático –la caracterización- al terreno político electoral, a la investidura de candidato, que tiene otros códigos. Tenía el riesgo de ser electo y dejar de representarse a sí mismo. Se promovió como un ejemplo de integridad, que concitó admiraciones. Sin embargo, el discurso ético –la supremacía moral– dejó de ser coherente, más aún si el papel teatral incluía el financiamiento de los supuestos tratamientos. Hay un daño político y un efecto de halo que perjudica la imagen de quienes llegaron honestamente a la Convención. Probablemente defraudó a parte de su electorado y alegró a muchos que juegan al empate y se empeñan en desprestigiar el proceso constituyente. 

Y no era necesario. No era necesario hacerse pasar por enfermo de cáncer para luchar por las reivindicaciones de los enfermos de cáncer. Sin mentir, el testimonio del compromiso Rojas Vade con una causa parecía evidente. Quizás llegó a un nivel de empatía extraordinario y buscó una identificación prácticamente absoluta con el dolor ajeno, para asumir como relato propio una experiencia ajena; y, literalmente, vestirse con ello. A veces tenemos la necesidad de tener una historia propia dentro de una historia mayor de la cual no somos protagonistas. Pero resultó una impostura descubierta. Luego, un acto de contrición, en el sentido de mostrar arrepentimiento por haber obrado en desacuerdo con la voluntad del pueblo, que ya importa poco. La confianza ya estaba rota. Las manifestaciones que le dieron visibilidad eran también contra los engaños, contra el abuso de confianza.

En campaña política la mentira para conseguir votos se llama demagogia. Y si confrontáramos cada declaración o promesa demagógica con la que se han ganado elecciones no quedaría títere con cabeza y veríamos los pies de barro de muchos monumentos. El empate sería multilateral. En la memoria pública hay muchos casos, de diversa índole, de mentiras confesas o descubiertas. Pienso en las memorias apócrifas del general Carlos Prats, en Gemita Bueno, el Cóndor Rojas, Pinochet, Evelyn Matthei, Ena Von Baer, Rafael Garay y ahora Rojas Vade. La galería es grande. Sin embargo, no por eso –porque abunda– debemos seguir aceptándolo. Aunque se nos quiebre el tejado de vidrio, debemos condenar el engaño y contener la permisividad –a veces culposa– que tolera acciones en las cuales el fin justifica medios inaceptables que dañan el bien común. No más. Aunque duela, aunque nos dé vergüenza. Sigamos aprendiendo de la señora Violeta: Engañan al inocente / sin ni una necesidad / ¡Y arriba la libertad!

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