Voces

PERFIL| Don Hugo: Lector de la calle

Por: Rubén Reid | Publicado: 29.09.2021
PERFIL| Don Hugo: Lector de la calle © Rubén Reid |
Una de las primeras tareas en el taller de foto con Álvaro Hoppe, fue buscar personajes del barrio. Un día al llegar a Villaseca con Simón Bolívar vi su carro característico y a don Hugo sentado en una banca bajo unos árboles. Después de varias dudas y cuestionamientos me devolví, lo saludé por su nombre y le pregunté si le podía tomar unas fotos. Fue uno de los  comienzos de esta historia.

–Sáquele fotos al carro –me dice el empleado de la bencinera de la esquina de Simón Bolívar con Pedro de Valdivia–. La otra vez los de la municipalidad le vaciaron el carro y de nuevo lo tiene repleto

–Hace rato lo vengo siguiendo y tomando fotos, somos como amigos –le contesto–. Se llama don Hugo.

La primera vez que lo vi fue en el paradero de micros de Pedro de Valdivia con Sucre, sucio, ocupando todo el espacio con su carro lleno de cachivaches, todos aparentemente inservibles y amontonados en un orden difícil de entender. No supe de su mano inutilizada ni de las dificultades para desplazarse. Nunca cruzamos una mirada.

Al tiempo, en pleno invierno una vecina del condominio en un acto casi “suicida” para mí, lo trajo a dormir a su casa para capear el frío y la lluvia. Lo miraba receloso detrás de las cortinas de mi pieza cuando entraba al anochecer, rengueando y empujando el carro que no abandonaba. Parecía no existir en el condominio, salía temprano y llegaba tarde. Era como un fantasma, quizás no quería verlos o que lo vieran. 

Un buen día desapareció, se fue y volvió a su verdadero hogar por años: la calle 

[Te puede interesar]: PERFIL| Claudia Perelman: “Yo también quería ser campeona mundial”

De vez en cuando lo veía en alguna esquina con su carro, como ajeno a su entorno, ¿o el ajeno era yo?

Una de las primeras tareas en el taller de foto con Álvaro Hoppe, fue buscar personajes del barrio. Un día al llegar a Villaseca con Simón Bolívar vi su carro característico y a don Hugo sentado en una banca bajo unos árboles. Después de varias dudas y cuestionamientos me devolví, lo saludé por su nombre y le pregunté si le podía tomar unas fotos. Fue uno de los  comienzos de esta historia.

–El otro día pasaron unos cabros y también me tomaron fotos –me cuenta dándome a entender que no hay problemas en que lo haga. Empezamos a conversar y yo a fotografiarlo más seguido.

Olor a muerto

–Nací el 26 de octubre de 1951. Mi papá se llamaba Guillermo Sánchez y murió a los 38 años. Mi mamá era Juana de Dios Villa. Soy el segundo de ocho hermanos, seis son hombres, dos de ellos ya han muerto. Eduardo, falleció cuando me dedicaba al fútbol. 

Su relato no trasunta emociones…su voz rara vez tiene inflexiones que permitan adivinar lo que le ocurre.

–Nací en el barrio Estación Central, después nos fuimos a una población en San Eugenio (Ñuñoa) donde había una estación de trenes, recogía juguetes de ahí. De niño pertenecí a un grupo de  boy scouts que era dirigido por un norteamericano. Una vez hicimos un paseo a Quinteros en tren. El día que regresábamos nos atrasamos y de no ser por el chofer de la camioneta que se lanzó en una loca carrera no habríamos llegado. Hubo que detener el tren para subirnos.

© Rubén Reid

–Vivo en la calle hace veinte años, quizás más, desde cuando murió mi mamá. Ella era rubia de pelo largo y tenía un negocio en el que vendía de todo. Mi papá se había separado cuando falleció, era trabajador, tenía carretón, bicicleta, carro manicero, vendía de todo. Un día llegó curao y se encerró en la pieza que arrendaba, de allí no salió más, como a los tres días empezó a salir olor a muerto. Llamaron a mi mamá al único teléfono que había donde yo vivía, que estaba en la casa del presidente de la Junta de Vecinos. Cuando lo vi no lloré, como que lo había olvidado, no me emocioné. Yo tenía 15 años, él me pagaba los estudios. Mi mamá me dijo que ella los seguiría pagando. 

Su relato me retrotrae a la época cuando tener teléfono era un privilegio de pocos y las esperas para conseguir una línea era de años.

–Estudié en el Instituto Técnico Industrial Don Orione y como a los 20 años me titulé  de técnico en Máquinas y Herramientas después de estar más de un año haciendo el servicio militar en Arica. Me llevaron a hacerlo antes de cumplir los 18 años, después de haber fracasado en los exámenes de Matemáticas y Química en el Liceo Industrial.

El chat de don Hugo

Me sorprende la conversación con él. Los prejuicios se me empiezan a caer. Los estereotipos se agrietan y empiezo a descubrir a una persona más lúcida de lo que pensaba, que se preocupa de su aseo y apariencia.

–Más tarde va a venir una amiga que conozco y me va a cortar el pelo y las uñas. Cuando iba para Providencia, unos rondines de un edificio que, generalmente son pacos retirados, me ofrecieron ducharme, pero habían unas empleadas que me podían ver… no me quise desnudar delante de ellas –señala revelando un conservado pudor.

A lo largo de nuestras conversaciones menciona frecuentemente a sus amistades quienes generosamente lo ayudan. ¿Qué hay en don Hugo que logra incluso que exista un chat donde estas amistades se comunican entre sí, para cuidarlo y protegerlo?

 A veces recuerda a parte de su familia y cuenta diversas historias de ella.

–Una de mis hermanas vive por la Rotonda de Quilín y una tía por Peñalolén, donde estuve como dos meses para recuperarme de una operación al pie. Tengo un primo en Mulchén, que vino a vivir a Santiago; venía asustado, le habían dicho que se iba a morir. Trabajé un tiempo con él haciendo piezas de madera y plástico en el torno. La señora es profesora de una escuela básica. Mi primo está trabajando en la construcción de una casa en Maitencillo y me invitó. Tuvo un quiste y una vez poniendo ventanas en una construcción se desmayó, lo operaron y quedó bien. Volvió y se compró un nuevo auto, le pagaron bien. No quise ir porque no tenía cómo llevar mi carro.

© Rubén Reid

El carro que resume y contiene todo lo que tiene. Ese carro que arrastra trabajosamente a cualquier lugar que vaya.

Me habla de sus amigos con cierta fatalidad:  

–El ‘chico’ Barría dejó de ir a la industrial cuando ya estaba por terminarla, el cura encargado me pidió que lo pasara a buscar a su casa y lo llevara a la escuela. El chico no quería ir porque había recibido un mensaje en su cabeza que le decía que moriría en diez años más. Traté de convencerlo que volviera y terminara pero no quiso. Incluso el papá del chico me dijo ‘no lo vai a convencer’. Lo volví a ver dos días antes que se cumplieran los diez años de la profecía, estaba regando el jardín de la casa de mi madre y dos días después supe que le habían pegado unos balazos y había fallecido.

Entre Ana Frank e Hijo de ladrón

Me cuenta de su vida laboral. “Trabajé más de 30 años como maestro tornero, ganaba buen dinero. Le daba a mi madre para comer y gastaba mucho en los flippers del York en la calle Ahumada. Hasta que un día decidí no jugar más, siempre quería tener más puntos. Ahí también estaban los juegos Diana”, recuerda con certeza.

De su vida sentimental cuenta historias contrapuestas. “He tenido pololas pero nunca casado, sin hijos. Al volver del servicio militar anduve con una vecina y nos íbamos a conversar por el lado de Avda. Maratón. La dejé porque encontré una pega por Cerrillos y cuando la volví a ver, estaba casada y viviendo en La Serena. Al pasar los años nos volvimos a encontrar. Se había separado y quería que me fuera con ella a La Serena, no quise. Luego en Cerrillos anduve con una descendiente de alemán que se llamaba Ana Fritz pero le decía ‘Ana Frank’ a propósito del libro”.

En una conversación posterior me dice que tuvo un hijo como a los 18 o 19 años, “que actualmente debe tener como 50 años, vive por Quinteros, se dedica a hacer y reparar artículos de cuero”. La última vez que lo vio fue hace diez años, por Vicuña Mackenna. El hijo lo reconoció, vendió unas billeteras y le pasó plata. La mamá del hijo era del sur, muy bonita y se hizo amiga de la señora Juana, la madre de don Hugo. 

–Un día me dijo que había arrendado una casita cerca de donde vivía y que la fuera a dejar, y me empecé a quedar con ella. Hasta que un día llegó un señor muy mandón que andaba en moto y con niñas bonitas y me dijo ‘vos no vai a volver’. Él  quería casarse, pero finalmente dejó de ir a verla y ella se fue a Valparaíso. Crió bien al niño. Creo que se llamaba María Angélica.

© Rubén Reid

Nunca pretendí confirmar sus historias. Al volver a casa traté de recordarlas con la mayor precisión posible. Más allá de su eventual verosimilitud, en esta ocasión sus ojos tuvieron un brillo diferente.

De su vida en la calle cuenta algunas anécdotas, en voz baja, sin emociones.

–Me acuerdo de una vez  cuando estaba tomando una pilsen en la Shell de Plaza Egaña con Simón Bolívar y luego unas personas me invitaron a tomar pisco y dormir en casa de ellos. Al principio no quería ir por temor a perder mis carros, tenía tres, pero estos amigos hablaron con los bomberos para que  los cuidaran. Me dejaron toa la noche viendo tele. 

También fantasea: “Me juntaba con ‘el niño maravilla’ (Alexis Sánchez) en Madrid porque fui bueno para el fútbol como hasta los 50 años. Me acostumbré a leer cuando estaba haciendo el servicio militar en Arica y por ser buen lector me dieron el título de maestro internacional en tornería”.

A veces dijo cosas obviamente irreales. Lo que sí es claro es que le gusta leer. Alguna vez lo encontré leyendo El príncipe de Maquiavelo y ante mi sorpresa y preguntas acerca del contenido, respondió dando muestras de un mayor nivel de comprensión del que supuse. Con Ale mi esposa, le regalamos Robinson Crusoe –me comentó posteriormente que lo había leído dos veces– y algunos cuentos de Manuel Rojas. “De él leí alguna vez Hijo de Ladrón”, recuerda con exactitud

En una de nuestras despedidas me dice, haciendo gala de su buen humor, “venga a verme cuando quiera, la puerta de la casa es ancha”.

Nuestra historia continúa casi a diario. Lo visito, conversamos. Ya no le tomo fotos, siento que a él le gusta mi visita. Cuando llego sonríe. Me gusta visitarlo en esta, su casa grande, la calle.

Déjanos tus comentarios
La sección de comentarios está abierta a la reflexión y el intercambio de opiniones las cuales no representan precisamente la línea editorial del diario ElDesconcierto.cl.