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CRÓNICA| El último combinado en El Playa

Por: Diego Bravo Rayo | Publicado: 15.03.2021
CRÓNICA| El último combinado en El Playa | «Bar La Playa» (2003), puntura de Gonzalo Ilabaca
La crisis que asola a Valparaíso no da tregua y en menos de un año de pandemia han cerrado señeros locales que han dejado su huella indeleble en el alma de El Puerto. En esta crónica mostramos la desazón y la nostalgia propia y ajena de un bar que, por más de un siglo, entregó noches fervientes de risas, camaradería y amores furtivos: “La Playa”, la cantina que nadie quiso ver morir.

-Vos cachái que este bar es más antiguo que la cresta–, decía Morales, a tiempo en que servía en el vaso de su amigo la primera pilsen helada de la noche.

-De más que sí, po. Sirve hasta ahí que así no se sale la espuma. Los medios dicen que es de 1908, pero la placa de afuera dice clarito que es de 1903– le espeta Marcelo, y toma el vaso que inmediatamente hace chocar con el de Morales. Sentados en la longeva y portentosa barra del Bar La Playa, ambos asimilan con incredulidad y extrañeza que su conversación pueda ser oída con nitidez en todo el gran salón que compone el primer piso: un viernes a esa hora era impensado tener un lugar en la barra ni en los tres ambientes del local. En vez de la ruidosa pachanga y al público abarrotado, una suave música y pocos comensales eran el sencillo marco de esa noche.

Foto: Diego Bravo Rayo

Calle La Planchada

El pasado 3 de marzo, Valparaíso y sus amantes se enteraban, a través de un escueto comunicado en Facebook, que el bar La Playa daba por concluidos 117 años como bar, restorán y picada. Si bien en los medios de comunicación que hicieron eco de esta noticia insisten en que su apertura data de 1908, una placa metálica ubicada en el acceso de calle Serrano señala que es de 1903.

Por ese entonces la calle se llamaba La Planchada –así hasta mediados de siglo XX– y fue el año de las grandes huelgas portuarias en la ciudad, a raíz de que los trabajadores de la Compañía Inglesa de Vapores de Valparaíso solicitaron reducción de su horario laboral y aumento de salarios.

Prontamente contaron con adhesión de otros trabajadores portuarios y la protesta incrementó su algidez, teniendo como hito fatídico el episodio Matasiete: en un ataque a las dependencias de El Mercurio de Valparaíso, periódico que mostró abiertamente su crítica al movimiento obrero, fueron asesinados siete trabajadores. Posiblemente las primeras lágrimas que buscaron ser ahogadas tuvieron cobijo en la novel taberna.

Cuando el bar cambió de género

La Playa se ubicó en el edificio Atalah destinado al entonces Hotel Cecil y que diseñó el arquitecto Esteban Harrington Arellano (1873–1963), creador de otros señeros inmuebles de la entonces pujante ciudad. Con tres pisos y 42 grandes habitaciones, comprende el último tramo de la mencionada calle Serrano y Cochrane, desembocando en la plaza Sotomayor.

En cuanto a su interior, todo invita a una alegoría a la vida portuaria, con banderas de diversos colores y diseños las cuales, a su vez, comunican variados códigos de comunicación de alta mar: hombre al agua, estoy virando a estribor, Alfa, Charlie. Con utensilios antiguos como su caja y casi todo su inmobiliario, la reluciente madera se cobija en luz amarilla que ambienta a todo el gran salón.

Es un misterio cuándo a La Playa le cambiaron el género y quedó para la mayoría de los asiduos como “El Playa”. Sin embargo, las diversas voces consultadas no dudan en que la crisis originada de la pandemia fue más un tiro de gracia a una vida agonizante, que una muerte súbita. Local que supiera albergar panoramas de lunes a sábado, con horario de almuerzo casero e incontables peñas universitarias y culturales, durante mucho tiempo compartió fama con el Proa al Cañaveral (“el Proa”) como los centros históricos de la pachanga porteña. Incluso había públicos que se identificaban con uno de los dos, como si de un clásico deportivo se tratara.

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– Igual la gente se volvía loca. La otra vez un loco me dijo que uno de los barman del Playa, un bien tipo, le tuvo mala para siempre porque se puso a mear en el pasillo del baño. Se pasó– decía Marcelo mientras terminaban el segundo litro de cerveza

– Y eso que menos mal que nunca me pillaron pegándome los saques en el baño.

– O nunca nos huevearon cuando prendíamos los cuetes en el entrepiso, cuando se fumaba dentro de los bares. Era rancio igual porque ahí se concentraba el calor humano y el humo de los cigarros.

– Pero era donde la gente podía agarrar más tranquilo: había poca luz pero más espacio para pinchar.

– Otros tiempos – dice Marcelo, levantando las cejas e inclinando levemente su cabeza, como dando cuenta de la poca gente que había alrededor de ellos.

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Sus últimos años, empero, fueron en una dirección que estuvo lejos de conseguir los réditos de antaño. A la ausencia de DJs y su consecuente alejamiento como centro de baile, la administración apostó por una carta de platos más sofisticados, tales como chupe de jaiba, lomo a lo pobre o machas a la parmesana, todavía escritos en la entrada de calle Cochrane, pero que no logró la fama requerida: en sitios como TripAdvisor son notorios los comentarios críticos tanto a su cocina como a la atención entregada.

Comerciantes del sector y conocedores de El Playa coinciden en que un factor decisivo de su debilidad llegada la pandemia fue el rol de su última administradora: Cecilia Gutiérrez. Locatarios –que pidieron reserva de identidad– del mismo edificio Atalah señalan que tras su primer cierre –19 de marzo de 2020– habría dejado de pagar el arriendo, ante lo cual los propietarios del edificio le exigieron dejar el espacio. Contactada por nuestro medio, Cecilia Gutiérrez declinó a entregar declaraciones, mientras que uno de sus históricos barman, Miguel Belluchi, no pudo conceder entrevista dado que se encontraba enfermo hasta el cierre de esta edición.

Viernes 12 de marzo de 2021

Por el lado de la bacheada calle Cochrane, el edificio Atalah combina el rosado pastel y el blanco en sus pilares, con incontables y dispersas manchas de caca de gaviota. Cableado eléctrico enredado y ductos de ventilación quietos, solo tiene abiertos dos locales esperando el milagro: a la derecha de El Playa, Puerto Rolls tenía estacionadas sus dos motos para la repartición de eventuales pedidos. A la izquierda, la popular picada El poder de Dios, en cuya vereda tenía instalado un toldo blanco y un cartel de Yuri Zúñiga, el “compañero Yuri”, concejal candidato a reelección en la comuna. Un local evangélico haciendo campaña por un candidato socialista sin partido y Allendista, híbrido simbólico que solo los porteños no les sorprende.

Foto: Diego Bravo Rayo

“Dicen que los hombres no lloran, pero no me avergüenzo de decir que he llorado mucho. Es muy triste todo porque este cierre representa la profunda crisis de la ciudad. El barrio Puerto parece esos pueblos salitreros abandonados», dice Marcial Zúñiga, recién saliendo de la cocina. Como parte de su inesperada presentación, mostró una gigantografía de una carta al director que le publicaron el 14 de enero de 1994 en El Mercurio de Valparaíso. Su contenido lo trabajó con tanto tiempo que se volvió en un poema que declamó con teatralidad y nitidez gracias a la soledad de la arteria porteña. “Aunque Valparaíso se modernice, siempre tendrá algo especial”, era el epílogo de su escrito.

El poder de Dios es una conocida sanguchería y cuya mayor afluencia de público justamente era durante durante las fervorosas noches de El Playa, en la que sus asistentes buscaban afirmar las tripas con completos, churrascos o papas fritas. Hace tiempo que eso no ocurre y Marcial teme que la suerte de la hoy mítica taberna sea la misma: “Estoy asustado porque la situación obligue a retirarme de este lugar porque no pueda cumplir mis compromisos económicos. La verdad es que la cosa está muy fea”.

Una barra democrática

«Una de las cosas dramáticas y tristes que tiene ser pintor es ser guardián de todo lo que va a desaparecer», cuenta con lamento Gonzalo Ilabaca Astorga, reconocido pintor y ciudadano ilustre de Valparaíso. La bohemia porteña ha sido sustrato creativo tanto en obras pictóricas como en letras, y el cierre del mítico bar es un asunto que le concierne en todo plano, tanto a nivel personal como habitante de una ciudad puerto. “Una de las maneras en que se expresa este patrimonio en la ciudad es en el arraigo, y en este caso el bar La Playa tenía un arraigo por ser un lugar de ocio. Por lo tanto, el cierre de un local hace perder mucho a la ciudad en historia y en identidad. Y lo más difícil: lo que se pierde es para siempre e irrecuperable. Ojalá que no destruyan El Playa».

El inmobiliario del bar y su disposición, más la ubicación de este son, a ojos de Ilabaca, aspectos únicos y trascendentes que hacen de este anuncio un hecho más preocupante que anecdótico. “La elegancia de su barra y de su decoración la hacían parecer un barco por dentro, lo que permitía que se reunieran en ese mesón, como en ningún otro bar, lancheros, abogados, pequeños empleados bancarios, prostitutas y poetas. Era una barra democrática. Estos locales reúnen cultura, ocio y economía, lo que situado en la precariedad económica de la ciudad, su cierre es un golpe a Valparaíso”.

El último Boletín Regional de Empleo del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), fechó que a finales de 2020 la región tenía 11,8% de trabajadores desempleados, 5 puntos más que a la misma fecha de 2019. Dentro de los rubros de mayor desocupación está el de alojamientos y servicios de comida (entre los que está El Playa), con -61,8%.

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–  Se me prendió el hocico. ¿Qué pasa con su combinao? – Le dijo envalentonado Marcelo a Morales, como si supiera que iba a ser la última vez que estaría en El Playa.

– Pero que sea cabezón pa’ que cunda la monea gastada. ¿Cuál fue la hueá más loca que te pasó en El Playa? – Le retrucó Morales, cosa que oyó el barman mientras armaba esas piscolas traslúcidas.

– Una bien barsa: como tenía dos accesos, a la hora en que empezaban a cobrar entrada decía que tenía mi billetera en el guardarropía o donde una amiga.

– Ah pero esa la hacían todos, po. Yo una vez tapé el baño a puro vómito. Atiné a salir del baño e irme para la casa, sin que me vieran, por la mansa plancha.

– Hueón cochino.

– Y eso no fue lo peor. Yo andaba con una minita ese día y entre la ranciedad se me olvidó y me fui sin ella. Al tiempo me contó que esa misma noche se fue con otro loco y ¡paf! Hoy tienen dos hijos.

 

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