OPINIÓN | Hipótesis colapso y resiliencia comunitaria

Por: Adolfo Estrella | Publicado: 15.06.2022
OPINIÓN | Hipótesis colapso y resiliencia comunitaria / Shutterstock / bear_productions
La “hipótesis colapso” exige, pensarnos de nuevo como especie y como civilización. Necesitamos saberes y, sobre todo, prácticas colectivas resilientes, autónomas y autosuficientes que se anticipen a las muchas disrupciones por venir.

A fines del año pasado Antonio Guterres, secretario general de la ONU, afirmó: “Es hora de decir ‘basta’. Basta de maltratar a la biodiversidad. Basta de matarnos a nosotros mismos con el carbono. Basta de tratar a la naturaleza como un retrete. Basta de quemas, perforaciones y minas cada vez más profundas. Estamos cavando nuestra propia tumba”.

Por su parte, el Sexto Informe de Evaluación, del IPCC: Cambio Climático 2022, recientemente publicado señala: “La salud, la vida y los medios de subsistencia de las personas, así como los bienes y las infraestructuras críticas, incluidos los sistemas de energía y transporte, se ven cada vez más afectados por los peligros de las olas de calor, las tormentas, las sequías y las inundaciones, así como por los cambios de evolución lenta, como la subida del nivel del mar”. Sin embargo, estas voces claman en el desierto de la indiferencia o la impotencia y no hay traducción en acciones institucionales proporcionales a la envergadura del colapso diagnosticado. Hay una abismal distancia entre los escenarios previstos, las urgencias y las medidas de mitigación y adaptación puestas en marcha.

Por “hipótesis colapso” entendemos un conjunto de afirmaciones, con base científica y asentada en cientos de investigaciones, que en diferentes ámbitos (biológicos, climáticos, oceanográficos, energéticos, económicos y muchos otros) plantean la configuración, con probabilidad alta, de escenarios poco auspiciosos la para la vida, humana y no humana, en este planeta a lo largo del presente siglo y venideros. La hipótesis colapso se deriva del análisis de las múltiples cadenas de acciones y retroacciones entre el caos climático, el agotamiento de los combustibles fósiles, la contaminación generalizada, la extinción de especies y otros factores interrelacionados. Un colapso es una discontinuidad en la vida de un sistema, en este caso el sistema Tierra, que implica una pérdida de complejidad y una reducción de sus equilibrios anteriores. El sistema pierde capacidad de auto regulación y entra en una espiral de cambios impredecibles.

La hipótesis de un colapso ecológico y civilizatorio altamente probable e inminente, por causas antrópicas, no se basa en doctrinas apocalípticas, ni milenaristas, ni en profecías, ni en oráculos, ni en premoniciones: nace de una combinación razonable de sentido común, observación atenta de la naturaleza y de la sociedad en la que vivimos y mucha información científica disponible para quien quiera informarse.

Las formas, los tiempos y los efectos del colapso probable son múltiples y, en muchos casos, solo podemos atisbar los contornos de los impredecibles efectos en cascada que serán el resultado de las innumerables interacciones entre los componentes del sistema tierra. Sin embargo, lo borroso o difuso de los efectos no elimina las evidencias razonables de su ocurrencia.

¿Podremos evitar el colapso? Con toda probabilidad es algo que está fuera de nuestro alcance, en la medida que no podremos paliar el descenso de energía disponible sumado a que muchos de los procesos derivados del cambio climático son ya irreversibles. Por otra parte, las macro estrategias de mitigación no están funcionando. Recordemos que desde los años noventa la emisión de dióxido de carbono ha aumentado un sesenta por ciento, después de décadas de acuerdos, protocolos, cumbres etc.

La hipótesis colapso contiene, sin embargo, una dimensión positiva: la posibilidad, con probabilidad incierta, de que el declive autodestructivo de este modo de vida desbocado permita el florecimiento de otras formas de organización social no centralizadas, con protagonismo comunitario autosuficiente y federado que implique una redefinición de los agrupamientos humanos abandonando el gigantismo disfuncional de la llamada “globalización”. Podría ser, no lo sabemos con certeza, el largo momento del colapso, el tiempo de la invención o reinvención de sistemas de convivencia sustentados en “la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales, en la generación de niveles crecientes de autodependencia y en la articulación orgánica de los seres humanos con la naturaleza y la tecnología, de los procesos globales con los comportamientos locales, de lo personal con lo social, de la planificación con la autonomía y de la sociedad civil con el Estado”, como decía Manfred Max-Neef hace más de dos décadas. Sin embargo, aún con esta visión positiva de la crisis no podemos obviar los inevitables daños y sufrimientos asociados a ella.

Estamos viviendo un momento histórico donde las luchas por la emancipación se imbrican con las luchas por la supervivencia. Debemos sobrevivir, pero en un mundo donde valga la pena vivir. Y los peligros son evidentes: los desastres siempre contienen un potencial libertario y un potencial autoritario. Pueden significar la abolición del viejo mundo o la restauración de intensificada de sus miserias. Pero, actualmente, ni en las izquierdas ni en las derechas “nadie parece tener las herramientas ni la influencia, ni el marco conceptual que necesitamos para para arreglarlo o ni siquiera un buen plan para protegernos de los peligros más graves”, afirma Roy Scranton.

Aquí el proyecto comunitario, que habrá que perfilar, en sus tiempos de realización, en sus estructuras, en sus valores, en su cultura, en su economía, en sus vínculos con las formas estatales y privadas de organización social etc., se muestra como una alternativa sensata y necesaria para estimular prácticas sociales imaginativas y resilientes, resistentes y democráticas. “Los desafíos a nuestra relación con la naturaleza deben pasar también en esta hora a la fase de organización de estrategias” afirma Teresa Moure. El proyecto comunitario es una respuesta a la inoperancia e impotencia de los grandes poderes. Juntos, localmente, colaborativamente, federativamente, debemos organizarnos para enfrentar las disrupciones más que probables asociadas a los cambios medioambientales y energéticos. El proyecto comunitario es una apuesta en el presente para el futuro, no es melancolía por una arcadia perdida ni una reconstrucción primitivista de la organización social.

Para un importante sector de científicos, activistas y académicos las causas de los desastres venideros tienen un origen claro: un modelo de producción y consumo que sobrepasó los límites ecológicos que garantizaban su continuidad y que ha terminado destruyendo sus propias condiciones de posibilidad. Frente a esto se necesita una revisión profunda del modelo y un trabajo de imaginación, con las urgencias que el derrumbe exige, acerca de las formas de organización social que sustituyan a las actuales dentro de los tiempos del “largo declive”. Se requieren esfuerzos para realizar un rediseño social de nuestros vínculos y de nuestra relación con la naturaleza.

La “hipótesis colapso” exige, pensarnos de nuevo como especie y como civilización. Necesitamos saberes y, sobre todo, prácticas colectivas resilientes, autónomas y autosuficientes  que se anticipen a las muchas disrupciones por venir. Para adaptarnos a este extraño mundo nuevo vamos a necesitar más que informes científicos y políticas militares, vamos a necesitar ideas nuevas”, agrega Roy Scranton.

Disponemos de buenos -y trágicos- diagnósticos acerca de las causas y efectos de las dificultades climáticas y energéticas a las que nos enfrentamos, pero hay menos propuestas teóricas y diseños sociales concretos de formas colaborativas de vida resiliente y resistente. Debemos precipitar estas reflexiones y diseños y, al mismo tiempo, que imaginamos relaciones sociales nuevas, recuperar ejemplos actuales como los Pueblos en Transición, las ecoaldeas… y disciplinas como la Permacultura, la Agroecología y muchas otras experiencias que desde hace décadas se han propuesto como alternativas al productivismo. “En nuestros esfuerzos actuales (y largamente postergados) de recortar drásticamente las emisiones de carbono, debemos darle igual importancia a la construcción o, mejor dicho, a la reconstrucción de la resiliencia. De hecho, sostendré que reducir las emisiones sin reconstruir la resiliencia es a la larga en vano”, escribía Rob Hopkins, el iniciador de los “Pueblos en Transición”.

Simultáneamente, debemos recuperar, si bien adaptándola a las características particulares del carácter sistémico y de larga duración del colapso civilizatorio actual, una larga tradición de conceptos e investigaciones provenientes, por ejemplo, de la Sociología la Psicología Social y la Economía de los Desastres y la Gestión de Riesgos. Estas disciplinas y otras a afines están concentradas en los desastres como eventos circunscritos -terremotos, huracanes, incendios etc.-más que como una concatenación de ellos temporal y espacialmente, no obstante, hay aquí muchas reflexiones y prácticas valiosas y, por lo tanto, mucho que aprender.

En este punto adquiere una relevancia central una educación ecosocial expandida (la educación sucede en todo momento y en todo lugar), pre-figurativa (se anticipa y diseña escenarios probables) y comunitaria (los sujetos de la educación son los propios implicados en espacios y momentos resilientes). Se trata de una forma de educación que va mucho más allá de la toma de “conciencia ambiental”, del “conocimiento ecológico” o del “respeto por el entorno”, por ejemplo. Esto es necesario, pero, por sí sólo insuficiente en relación a las urgencias actuales: debemos hacerlos formar parte del aprendizaje e invención de formas de supervivencia comunitaria ajustados a próximos escenarios de escasez y turbulencias sociales.

La sociedad industrial primero, de consumo y digitalizada después, al mismo tiempo que ha tensionado y sobrepasado (overshoot) los límites de la naturaleza, ha hecho lo mismo con los vínculos sociales. Ha sometido a estrés a los lazos colectivos como resultado de la intensificación de todas las velocidades y ritmos sociales. El resultado es que en la actualidad somos sociedades hiperconectadas y aceleradas digitalmente, pero fragmentadas y “no conjuntivas”, en expresión de Franco Berardi. Pero toda esta complejidad es ajena y ciega a lo principal: los límites y fronteras que nos plantea la naturaleza de la formamos parte.

Nuestros esfuerzos en la actualidad deben asumir los siguientes datos de partida: a) una baja percepción social de vulnerabilidad y riesgo; b) poca conciencia acerca de los límites y fronteras de la biosfera y de la imposibilidad de un crecimiento económico infinito; c) una escasa preparación y voluntad colectiva para anticipar situaciones de desastre; d) poco conocimiento y confianza en formas comunitarias de resiliencia y resistencia; e) un tejido social debilitado por años de dominio de la cultura del individualismo; f) una Sociedad del Espectáculo que nos sitúa como observadores impotentes frente a variables externas no controlables; g) imagen negativa de lo comunitario en tanto es una forma de vida que excluye la principal fuente de satisfacción actual, es decir, el consumo.

Con todo, es necesario avanzar hacia el esbozo de opciones comunitarias de vida que desde ahora se vayan entrelazando como un tejido social resiliente. Porque no se trata sólo de atenuar los excesos y corregir las “externalidades negativas” de un modo de vida, de producción y consumo que, en lo sustancial, seguiría, siendo considerado válido. El afianzamiento de una “esfera pública no estatal” como afirma Paolo Virno, es decir, una esfera comunitaria, creemos que se hace imprescindible como parte de un rediseño social en escenarios de desarticulación previsible de muchas de las formas estatales y privadas de organización de la vida colectiva. Un buen comienzo es la reflexión y la acción comunitaria, aquí y ahora, frente a urgencias medioambientales actuales como la escasez de agua, la contaminación, la crisis de las redes de abastecimiento y muchas otras que ya están en nuestras puertas.

Grosso modo, el discurso institucional frente a los escenarios del desastre, tiene al menos las siguientes características:

  1. es antropocéntrico: concibe los problemas, propone y diseña políticas desde un centro y un “arriba” que no es otro que el de los intereses de una especie humana y un sistema económico, concebidos como realidades aparte del resto de la naturaleza. “Servicios ecosistémicos”, “recursos naturales” son algunos de los conceptos que revelan esta mirada segregadora que no considera la pertenencia común de todos los seres a una misma biosfera dañada;
  2. es jerárquico: la distancia en relación con la naturaleza es coincidente con la distancia jerarquizada dentro de las propias sociedades humanas. El diseño político privilegia a los Estados frente a las comunidades, lo global frente a lo local, lo grande frente a lo pequeño, lo acelerado frente a lo parsimonioso, lo empresarial y estatal frente a lo comunitario;
  3. no ha abandonado el concepto de “desarrollo sostenible” (ahora remozado con la propuesta del Green New Deal) a pesar de las múltiples evidencias de que el “desarrollo” entendido como crecimiento económico permanente es inviable y dañino. No es posible un crecimiento económico infinito en una biosfera finita;
  4. ni el uso prioritario de criterios de mercado: desafiando las evidencias que afirman que la mercantilización de la naturaleza es uno de mecanismos que ha llevado a esquilmarla y degradarla, mantiene, por ejemplo, dentro de las “economías del cambio climático”, estrategias como los mercados de carbono y otros;
  5. está basado en un inveterado optimismo tecnológico: continúa apostando exclusivamente por soluciones de oferta, basadas en las tecnologías como los paneles solares, captura y almacenamiento de carbono, plantas desaladoras y los delirios de la llamada geoingienería, etc. y no en una oferta de energías renovables junto a una restricción de la demanda social de energía;
  6. reduce los desastres al cambio climático: del conjunto de realidades que expresan los desastres cercanos, el énfasis está en el cambio climático minimizando a otros factores concomitantes como la contaminación generalizada y, sobre todo, al agotamiento de los combustibles fósiles;
  7. está centrado en la mitigación a gran escala: privilegia la mitigación sobre la adaptación y apuesta por medidas de mitigación concentradas en grandes acuerdos para modificar la oferta de tecnologías más que para modificar la enorme demanda social de energía actual que augura su escasez próxima;
  8. tiene una visión muy pobre de la adaptación y la mitigación desde el punto de vista psicológico, psicosocial, sociocultural y organizativo. La visión dominante generalmente mantiene la segmentación de los problemas de acuerdo con una taxonomía clásica por sectores económicos (transporte, agrícola, forestal, infraestructuras etc.) y no de acuerdo con otras categorías como ecosistemas o zonas bioclimáticas, por ejemplo.

Frente a esto un proyecto de resiliencia comunitaria frente al colapso debe ser necesariamente “ecocéntrico”, abandonando cualquier privilegio de especie en la biosfera común. Debe imaginar y construir vínculos sociales tendientes a la horizontalidad, atenuando la distancia entre “los arribas” y “los abajos”, entre lo local y lo global, propiciando otras articulaciones espaciales y temporales de las comunidades, lejos de los tiempos y los espacios de la producción y el consumo masivo. La conciencia de que es “imposible un desarrollo económico infinito en una biosfera finita” debería hacer abandonar toda ilusión acerca del mantenimiento de lo actual, incluso reverdecido y profundizar en cambio en un “decrecimiento sostenibledebiendo decrecer, en primer lugar, “quien haya abusado más de los límites del planeta”, entendiendo que lo primero que debe decrecer son las desigualdades sociales y ecológicas.

Los intercambios resilientes tendrán que poner en marcha modos no basados en el mercado, en contextos de inevitable austeridad y escasez energética. La resiliencia comunitaria entiende que no hay ni habrá tecnología milagrosa que nos salve de lo que se avecina y que las tecnologías de las que tendremos que proveernos deberán subóptimas, apropiadas y convivenciales. Las energías serán necesariamente renovables, pero la sociedad que las utilice deberá ser muy distinta a la actual. Ninguna tecnología energética podrá sostener a nueve mil millones de personas consumiendo como consumen en la actualidad los más privilegiados de este planeta.

Por otra parte, el caos climático no es el único causante de los desastres venideros y las posibilidades de reducir las emisiones de CO2 para atenuar el calentamiento global son ínfimas como afirma, entre otras cosas, una institución tan poco sospechosa de radicalidad como el Panel de Expertos en Cambio Climático de la ONU (IPCC). Centrarse en la mitigación en gran escala y dejar de lado las micro adaptaciones deja a los ciudadanos desarmados y dependientes de soluciones externas y “desde arriba”. Por último, una red de acciones comunitarias debe superar las barreras y fronteras políticas clásicas entendiendo que los daños son compartidos por comunidades que habitan territorios y bioclimas particulares y que estos deberían ser los lugares de la resiliencia y no los sectores productivos tradicionales. Esto significa una cartografía y un rediseño diferente de nuestros espacios vitales.

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