Hawái y Séneca: Por un pesimismo ecológico lúcido

Por: Adolfo Estrella | Publicado: 24.08.2023
Hawái y Séneca: Por un pesimismo ecológico lúcido Imagen referencial – Incendio / Public Domain Pictures
Este pesimismo ecológico lúcido no se hace ilusiones con ninguna tecnología salvadora, ni con ningún modelo de desarrollo que se entienda como seguir haciendo los mismo, pero de un modo “verde”. Un pesimismo ecológico lúcido que se propone rescatar y potenciar la inventiva social en un marco de una inteligencia distribuida y de una ética ecológica, radicalmente diferentes a los placebos y anestésicos del optimismo vacío que nos ha llevado a las brumas del presente.

Cada vez más nos llegan imágenes de desastres relacionados con el caos climático provenientes de las, todavía, zonas ricas del planeta, confirmando lo que ya sabemos desde hace décadas: nos acercamos con alta probabilidad hacia un mundo muy poco amigable para muchas especies, entre las que, por supuesto, nos incluimos.

Hasta hace poco tiempo los medios de comunicación nos habían inducido a pensar que las tragedias ocurrían solo en zonas pobres, lejanas y exóticas. Ahora abundan las imágenes de inundaciones, olas de calor e incendios en Europa y Canadá, de un reciente infierno en el paradisíaco Hawái y sequías, seguidas de ¡tormentas tropicales! en California.

En Chile, este invierno, una segunda marea fluvial de inundaciones está convirtiendo campos y ciudades del centro sur del país en barrizales tristes.

En el mundo entero las tragedias climáticas aparecen unas tras otras. Todos tenemos nuestros desastres domésticos. ¿Hacen falta más evidencias? ¿Cuántas imágenes más, cuantos informes científicos más son necesarios para llamar a una acción coordinada, total e implacable tanto contra las causas como contra las consecuencias del caos climático?

Sabemos que los desastres nunca son del todo “naturales” sino que dependen de las vulnerabilidades, riesgos y capacidades sociales donde suceden los eventos. En la naturaleza no hay desastres, sólo hay eventos geológicos y climáticos dentro de los flujos y ciclos de la materia. Los desastres son efecto de la manera en que las sociedades humanas se insertan en la naturaleza. Y, sobre todo desde el industrialismo, esta inserción ha sido nefasta.

Por ejemplo, en Hawái no fue buena idea construir ciudades, bajo la presión de la industria turística, cercanas a bosques y selvas ahora resecas por el cambio climático, y azotadas por vientos huracanados cada vez más virulentos que han funcionado como un ventilador puesto sobre sobre el fuego de una barbacoa.

Como ya está siendo habitual los desastres baten sus propios récords. Los desarrollos lineales, parsimoniosos, previsibles y confiables, en lo que respecta al clima y por extensión a muchas otras dinámicas de la naturaleza, ya no constituyen la normalidad. O, más bien, la anormalidad de los cambios discontinuos es la nueva norma con la que tendremos que convivir con incomodidad o desagrado y, por supuesto, con mucho peligro y riesgo.

Ugo Bardi, químico y especialista en teoría de sistemas, ha retomado el viejo enunciado latino que afirmaba que “los incrementos son de lento crecimiento, pero el camino hacia la ruina es rápido” Eso lo llamó “efecto Séneca”, por el filósofo Lucio Anneo Séneca, su autor, y se dibuja como una curva de larga y débil pendiente en su lado izquierdo, seguida de un brusco descenso o “caída al barranco” en su lado derecho.

Bardi afirma que “cuando llega el colapso a menudo nos encuentra desprevenidos, por eso debemos prepararnos con antelación”. Eso deberíamos hacer, pero todos sabemos, o por lo menos intuimos, que nuestras sociedades, sus dirigentes políticos, sus instituciones y sus ciudadanos, no lo estamos haciendo con la preocupación, la premura y la profundidad que los desafíos y tareas de la época nos exigen. La inoperancia y/o impotencia institucional internacional es evidente.

Desde 1995 a la fecha se han realizado 27 conferencias mundiales sobre el clima. Más o menos en el mismo período, las emisiones de dióxido de carbono han aumentado más de un 60%. según datos del Banco mundial y se han consumido tantos recursos naturales como en toda la historia humana, como afirma la Agencia de Protección del Medioambiente de EEUU.

La idea de desarrollos lentos y previsibles y colapsos repentinos ya estaba presente también en la Teoría de las Catástrofes de Rene Thöm. Este matemático propuso, en los años cincuenta y sesenta, una topología dirigida a estudiar los cambios bruscos y, por lo tanto, discontinuos, en el curso de los acontecimientos. Esta teoría se ha usado para analizar fenómenos tales como el efecto invernadero, el agujero de la capa de ozono o el calentamiento global.

Estos eventos se entienden como “catástrofes” que alteran el equilibrio del sistema climático y tienen consecuencias impredecibles y, por lo tanto, muy peligrosas para la biosfera. Por otra parte, el Centro de Resiliencia de Estocolmo presentó en 2009 el concepto de “límites planetarios” que incluyó nueve procesos fundamentales, considerados como “puntos de inflexión” para la estabilidad de la vida en Tierra. Estos umbrales son puntos de no retorno, que no deberían sobrepasarse para mantener la estabilidad de la biosfera. Cinco de esos umbrales ya han sido traspasados. La curva de Séneca acecha.

Todo lo dicho hasta aquí significa que sabemos lo que sucede, conocemos sus causas y está claro lo que hay que hacer, pero, desgraciadamente, no se está haciendo ni con la velocidad, ni con la intensidad, ni en la escala necesaria.

La paleoclimatóloga Ellen Thomas afirma que las medidas necesarias de mitigación deberían haberse tomado hace más de veinte o treinta años. Ahora es demasiado tarde. Los desastres actuales y venideros ya están modelizados y no hay razones para ser optimista frente a las posibilidades de remontar la situación. Las probabilidades de un colapso o de cadenas de colapsos dentro de un tiempo amplio son muy altas. El futuro no está determinado, pero sí condicionado y lo hecho en décadas anteriores configura el presente y el futuro de la biosfera y de la especie humana junto con su civilización.

Y aquí es de gran importancia diferenciar entre colapsismo y derrotismo o entre un colapsismo que apuesta por intensificar las formas sociales de resiliencia y supervivencia y un colapsismo del desaliento y la huida. Creemos que hay que desarrollar un pensamiento y unas prácticas sociales y políticas asentadas en un pesimismo ecológico lúcido, que apueste por una transición ecosocial viable, dentro de los escasos límites temporales de los que disponemos.

Un pesimismo lúcido que se opone tanto al optimismo naif de los tecnócratras o de cualquiera de las variantes del desarrollismo verde, como al derrotismo nihilista de algunos colapsistas. Un pesimismo lúcido que parte del desastre, pero que se enfrenta a él y trata de domeñarlo. Que no huye, sino que lo mira a los ojos, que no esconde verdades debajo de la alfombra para no “crear temor” en la ciudadanía, sino que, por el contrario, señala exactamente los indiscutibles errores pasados, los daños actuales y los probables horrores futuros, para poder enfrentarlos de mejor modo.

Este pesimismo ecológico lúcido no se hace ilusiones con ninguna tecnología salvadora, ni con ningún modelo de desarrollo que se entienda como seguir haciendo los mismo, pero de un modo “verde”. Un pesimismo ecológico lúcido que se propone rescatar y potenciar la inventiva social en un marco de una inteligencia distribuida y de una ética ecológica, radicalmente diferentes a los placebos y anestésicos del optimismo vacío que nos ha llevado a las brumas del presente.

Un pesimismo ecológico lúcido que apuesta por el rediseño de todas las formas de organización social (económicas, culturales, tecnológicas, educativas, etc.) para ajustarlas a las nuevas condiciones del Antropoceno y se propone favorecer el cambio actitudinal y conductual de individuos y grupos para una transición lo menos dolorosa posible hacia un mundo desconocido.

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